Carlyle y el acto interpretativo

Los sabios seculares, como los profetas del Antiguo Testamento, comienzan por anunciar la necesidad crucial de comprender algún hecho o acontecimiento desafortunado de la vida contemporánea. En Cartismo, el fenómeno particular misterioso que Carlyle utiliza como punto de partida es el descontento de las clases trabajadoras: “¿Qué significa el amargo descontento de las clases trabajadoras?... ¡Qué inexpresablemente útil sería ahondar verdaderamente en tal asunto!; una comprensión genuina mediante la cual las altas clases de la sociedad captaran el significado intrínseco de las clases que se hallan por debajo; una clara interpretación del pensamiento que en el fondo atormenta a estas almas salvajes que no encuentran su expresión, luchando aquí con un clamor mudo, ¡como las criaturas sin habla llenas de dolor, incapaces de articular lo que hay en su interior! Además, algo quieren decir, algo verdadero que se localiza en el centro de sus confusos corazones” (29. 119, 122; cursivas añadidas). Carlyle constata enfáticamente las dos premisas básicas del profeta: la primera es que el fenómeno particular sobre el que llama la atención posee un significado relevante y que no es simplemente una ocurrencia al azar.

La segunda premisa del sabio secular es que este significado oculto es importante, incluso crucial para la supervivencia de su audiencia. Por consiguiente, el primer paso del profeta, aquel por el cual obviamente le necesitamos, consiste en revelar la presencia de los significados llevando la atención de la audiencia hacia algún fenómeno que exija comprensión, tal como la inquietud de la clase trabajadora.

En Pasado y presente, la estrategia del sabio secular que abre la obra seduce la atención del lector hacia “uno de los” fenómenos “más amenazantes y además más extraños”:

Inglaterra está llena de riqueza, de producción variopinta, abasteciendo toda necesidad humana de cualquier tipo. Sin embargo, Inglaterra se está muriendo de inanición. Con inagotable profusión, la tierra de Inglaterra florece y crece, ondeando con amarillas cosechas, densamente tachonada de talleres, herramientas industriales, con quince millones de trabajadores, entendidos como los más vigorosos, los más hábiles y los más voluntariosos que nuestra tierra jamás tuvo. Estos hombres están aquí, el trabajo que han hecho, el fruto que han recogido está aquí, y es abundante, exuberante en cada una de nuestras manos: y mirad, alguna aciaga orden arbitraria como por encantamiento se ha adelantado, diciendo: “¡No lo toquéis, vosotros los trabajadores, vosotros, los empresarios, vosotros los ociosos capataces, ninguno de vosotros puede tocarlo, ningún hombre de entre vosotros será lo suficientemente bueno para ello: éste es el fruto encantado! (10. 1).

En varios aspectos, este pasaje sirve como paradigma adecuado del primer movimiento o técnica de apertura del profeta, porque en él, Carlyle proclama simultáneamente su tema, indica su relevancia ante la audiencia y sugiere, en parte por el poder de su retórica, una confianza en su habilidad para responder a las preguntas que ha planteado al apuntar hacia la temática desde el principio. Además, prestando su voz a esa “aciaga orden arbitraria” (a lo que quiera que haya causado tanta carestía humana en mitad de semejante abundancia), Carlyle explicita una de las técnicas principales del sabio secular: éste actúa como un ventrílocuo, proporcionando una voz elocuente a los fenómenos inanimados y a las masas inarticuladas. El profeta procede convirtiendo los “hechos mudos” en voces que hablan.

Por añadidura, Carlyle, que frecuentemente llama la atención del lector hacia esta primera etapa crucial de su empresa, da a entender también que él se comporta como un segundo Daniel, interpretando la escritura sobre la pared, y como un segundo Edipo (aunque prefreudiano). Estas metáforas para las interpretaciones del profeta, extraídas de la mitología clásica y del Antiguo Testamento, acentúan la importancia esencial de los actos interpretativos ante la comunidad. Cartismo, por ejemplo, presenta al anhelado intérprete de los fenómenos políticos contemporáneos como a un Edipo que se enfrenta a la Esfinge cuando pregunta: “¿Cuáles son los derechos, cuáles los poderes de las descontentas clases trabajadoras de Inglaterra en esta época? Él fue un Edipo y un mensajero de la triste pestilencia social, ¡que podría adivinarlo completamente!” (29. 123). Recordamos que Edipo, liberó a Tebas de la Esfinge resolviendo el acertijo. “¿Qué camina sobre cuatro patas por la mañana, dos al mediodía y tres por la tarde?”, preguntó ésta, y el héroe respondió que la respuesta es el hombre que se arrastra sobre sus cuatro miembros cuando es niño, camina erecto como adulto y se tambalea con la ayuda de un bastón en el atardecer de la vida. Al escuchar la solución de Edipo a su acertijo, la Esfinge, que había enviado plagas sobre Tebas, se arrojó desde el monte para encontrar la muerte. El héroe griego salvó así a la comunidad comprendiendo la naturaleza del hombre. En esencia, cada sabio intenta hacer lo mismo, puesto que con independencia de su punto de partida, del fenómeno que interprete, termina intentando definir algún aspecto crucial del ser humano.

Aún en otra metáfora de Carlyle, los acontecimientos aparecen como letras de fuego o escritura sobre la pared: “Francia es un ejemplo preñado en todos los sentidos. Aristocracias que no gobiernan, sacerdocios que no predican; la miseria de aquello y la miseria de alterar aquello otro, se hallan escritas en las letras de fuego de Belshazzar en la historia de Francia” (29. 161-62). Después, nuevamente, el sabio secular aparece como un Ojo que comprende, como el órgano de la sociedad que capta lo que está misteriosamente encriptado, puesto que explica, “Los acontecimientos son lecciones escritas que brillan intensamente en una enorme escritura pictórica jeroglífica que todos pueden leer y conocer: el terror y el horror que inspiran no es sino la nota premonitoria de la verdad que han de enseñar y una mera pérdida del terror, si semejante lección no se aprende” (29. 155). Carlyle alude por supuesto al Libro de Daniel en el que el profeta da un paso adelante para leer las letras indescifrables del juicio que ha aparecido en la pared del palacio de Belshazzar. El quinto capítulo del Libro de Daniel relata que en la noche en la que Belshazzar organizó una fiesta para miles de sus señores, allí “aparecieron los dedos de una mano de hombre, que escribía… sobre lo encalado de la pared del palacio real” (5: 5). Cuando sus astrólogos y adivinos no pueden leer la escritura sobre la pared, Belshazzar, desesperado, llama a Daniel, quien le recuerda que Dios levantó a Nabuconodosor, su padre, por encima de otros reyes, y que después lo arrojó a lo más bajo cuando se volvió orgulloso y arrogante. Tras decirle al rey que este mismo juicio le ha sobrevenido, interpreta el significado de la misteriosa escritura:

Y ésta es la escritura que fue escrita, MENÉ MENÉ, TEQUEL, Y PARSÍN.

Ésta es la interpretación: MENE; Dios ha numerado los días de tu reino y lo ha terminado.

TEQUEL; has sido pesado en la balanza y has sido hallado deficiente.

PERES; tu reino ha sido dividido y dado a los Medos y a los Persas [5: 25-28].

La lectura de Daniel sobre la sentencia divina no funciona por supuesto como una advertencia al rey, dado que Belshazzar ha pecado tanto que se ha puesto a sí mismo más allá de la salvación. Las interpretaciones proféticas de Daniel, que los versos 30 y 31 revelan haber sido exactas, autentifican su estatura como profeta al tiempo que transmiten un aviso divino generalizado: Dios castiga con una destrucción terrible a todos aquellos que se apartan de su camino. Además, debido a que los exegetas decimonónicos leyeron el Libro de Daniel como una analogía del Antiguo Testamento con respecto al Libro del Apocalipsis de San Juan el Divino, se encontraron generalmente con que sus vivencias habían sido intencionadamente destinadas a prefigurar las de su propio tiempo. Carlyle, que había sido educado como ministro de la Iglesia, juega con semejantes expectativas.

Citando así un hecho no bíblico como un ejemplo moderno de la escritura sobre la pared, Carlyle utilizó esta misma situación igual que los predicadores victorianos lo habían hecho. F. D. Maurice escribió por ejemplo: “Si el terremoto de Lisboa barrió a cientos y a miles, de quienes no podemos decir que fueran peor que nosotros, por lo menos podemos escuchar en ello una voz que denuncia aquellos mismos pecados que llevaron a la muerte a Cora y a todos los suyos; la ambición y la falsedad de los sacerdotes desembocando en la descreencia, la sensualidad, la impiedad de un pueblo. Fue una escritura trazada a mano en la pared, dirigida a toda Europa. Los intentos de los videntes y adivinos de la época por descifrarlo mostraron que éstos sentían que era así” (“La rebelión de Cora”, Los patriarcas y legisladores del Antiguo Testamento [Londres Macmillan, 1892], p. 214). Maurice afirma después que la Revolución francesa sirvió igualmente como una escritura a mano en la pared.

Ruskin y lo trivial

Otra versión más común del anuncio del profeta sobre aquellas cruces interpretativas que expresan el comienzo de su empresa, implica hechos y acontecimientos aparentemente triviales. Es más, aunque muchos de los fenómenos que Carlyle y sus profetas compañeros interpretaron, tales como los disturbios y la masacre de Peterloo (Peterloo riots and massacre), obviamente demandan atención, muchos otros parecen ser a primera vista banales y pasar desapercibidos, por lo que la estrategia del sabio secular implica la revelación de significados inesperados.

Puesto que el mismo acto interpretativo tiende a transformar los objetos interpretados en complejos emblemas, la mayoría de mis ejemplos sobre el descubrimiento del profeta acerca de la relevancia de las cosas y hechos presuntamente insignificantes aparece en el siguiente capítulo donde se discute el uso de los emblemas grotescos y de las piezas simbólicas de decorado por parte del sabio secular.

Echemos aquí un vistazo a un único ejemplo victoriano de tales interpretaciones sobre lo trivial. En la introducción a La corona de olivo salvaje (1866), la recopilación de conferencias que contiene “Tráfico”, Ruskin llama la atención de su audiencia hacia un nuevo bar que había sido construido justamente cerca de la calle principal, Croydon. Los edificadores habían creado un hueco inservible de dos pies entre las ventanas de delante y la acera,

demasiado estrecho para cualquier uso posible, (puesto que si hubiera sido ocupado por un asiento, como antiguamente podría haber estado, cualquiera que caminara por la calle se habría caído por encima de las piernas del viajero que descansaba). Pero… una imponente verja de hierro la cercaba desde la acera, con cuatro o cinco cabezas de lanza hasta el patio y con seis pies de altura; conteniendo tal cantidad de hierro y de trabajo forjado como de hecho podía perfectamente caber en tal espacio y mediante esta disposición señorial, la pequeña porción de terreno muerto en su interior, entre la pared y la calle, se convirtió en un receptáculo protector de desechos: colillas de puros, conchas de ostras y cosas parecidas, tales como las que el generoso populacho inglés que frecuenta la calle normalmente esparce, quedaron allí de este modo, siendo imposible barrerlas por medio de cualquier método común (18. 387).

Según Ruskin, la costosa valla de hierro que circundaba este pedazo de terreno, haciendo de él algo “pestilente”, representa diversos aspectos sobre la nación y la época. Primeramente, representa (porque es igual a) la cantidad de trabajo necesario para limpiar algunos fondos contaminados en sucesivas ocasiones. En segundo lugar, representa “el trabajo, reducido y peligroso en la mina” (18. 381) de la cual procedía el carbón que abastecía la energía para su creación. En tercer lugar, dice Ruskin, ese reducto miserable de valla personifica el peligroso trabajo de los altos hornos requerido para producir el hierro que contiene (y cita el artículo de un periódico reciente sobre las muertes particularmente horrorosas de dos hombres quemados por el metal fundido). En cuarto lugar, la barandilla del bar representa “a los estudiantes mal enseñados elaborando malos diseños” (18. 388), de modo que este fragmento de trabajo contemporáneo “desde su primer hasta su último fruto” representa todo lo que es mortal y miserable en la sociedad británica. Ruskin como profeta secular examina por tanto por qué se realizó este tipo de trabajo en vez de aquél que habría resultado vivificador: “¿Qué llegó a pasar para que se hiciera este trabajo en lugar de otro, para que el esfuerzo y la vida del operario inglés se gastara en materias degradantes, en lugar de redimirlo, y en producir una pieza de metal completamente (en su puesto) inservible, que ni puede comerse ni respirarse, en lugar de un aire fresco medicinal y de agua pura?” (18. 388). Habiendo comenzado por examinar la basura que se ha acumulado tras una verja de hierro espantosa y costosa, Ruskin revela la importancia de las muchas verdades que la barrera de metal encarna, tras lo cual muestra la relación de ésta con la economía política contemporánea. La progresión es tan inesperada como la elección inicial de Ruskin sobre la humildad de tales materiales como temática; él y otros profetas seculares asumen graves riesgos retóricos cuando trabajan de este modo, pero cuando Ruskin tiene éxito en desvelar así lo relevante donde no parece posible, autentifica sus afirmaciones sobre el carácter extraordinario de la percepción y la comprensión.


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Modificado por última vez el 14 de julio de 2008; traducido el 15 de noviembre 2010