lo largo de sus obras, Ruskin se compromete a hacernos ver y a comprender mejor dos operaciones que considera íntimamente e incluso esencialmente relacionadas. Cuando otros escritores utilizaban los términos «pensar» y «concebir», él recurría a la terminología visual, y cuando se espera encontrar las palabras «comprender», «captar», o «pensar», él sin embargo encuentra «observar». Las afirmaciones teóricas de Ruskin, sus cartas y sus diarios, todos dejan suficientemente claro que asumió que numerosos procesos psicológicos, generalmente considerados abstractos, eran visuales y que operaban a través de las imágenes visuales. Tales conjeturas explican ampliamente la adherencia un tanto anacrónica de Ruskin a la teoría de la imaginación visual que Hobbes, Locke, Addison y Johnson sostenían, una visión cuya popularidad procedente de Sobre lo sublime de Burke (1757) había mermado considerablemente durante la segunda mitad del siglo XVIII. Estas suposiciones también sugieren la enorme percepción de Ruskin sobre la naturaleza y el significado de las imágenes alegóricas. �l creía que la mayoría de las abstracciones, de hecho, eran primigeniamente formuladas mítica o simbólicamente, y que sólo posteriormente la razón consciente jugaba su parte.
Por lo tanto, él cree que toda la verdad se comprende visualmente, y a este axioma añade el corolario de que para aprender cualquier cosa, uno debe experimentarla y verla por sí mismo. En el corazón de las teorías estéticas de Ruskin, de su crítica práctica y de sus instrucciones a los jóvenes artistas subyace la convicción sincera de que sólo se pueden aprender y saber las cosas si uno las experimenta de primera mano. Susodicho énfasis podría parecer particularmente paradójico en la obra de un crítico como Ruskin tan comprometido, especialmente en su carrera posterior, con el arte alegórico y simbólico. Pero incluso en relación con tales modos simbólicos, Ruskin, que combina las epistemologías visuales y visionarias, no ve ningún conflicto. Como deja claro en su discusión sobre la psicología artística y la imaginería simbólica, cree que tanto las verdades visuales como visionarias son cuestiones de experiencia directa, dado que, según él, son el único vehículo por el que realmente se encuentran estas verdades. En otras palabras, cree que las más grandes verdades morales y espirituales se aparecen, y siempre se han aparecido, a la humanidad simbólicamente, de tal manera que mientras las verdades visuales surgen en el mundo exterior y las visionarias en el interior de la mente, ambas son parcela de la experiencia personal. Para Ruskin, entonces, el hecho de que sólo se aprendan verdaderamente las cosas, en concreto las ideas, experimentándolas simultáneamente explica el valor humano del arte simbólico y visionario, así como su propia pintura verbal y su realismo pictórico.
Para Ruskin, la principal justificación del realismo como estilo artístico reside por tanto en su capacidad para forzar al artista a educar su vista y su mano. Tal concepción ruskiniana del realismo como autodidactismo suministra la justificación última de su famoso, aunque enormemente mal interpretado, requerimiento a los jóvenes artistas, «acercaos a la naturaleza con toda la pureza del corazón, y caminad con ella afanosa y confiadamente, sin otros pensamientos que los de cómo penetrar su significado del mejor modo, y recordad sus instrucciones; sin rechazar nada, seleccionar nada y despreciar nada . . . siempre regocijándoos en la verdad» (13.624). Muchos lectores se han preguntado cómo Ruskin, que había comenzado Pintores modernos para hacer proselitismo de las últimas obras de Turner acerca de la niebla, la lluvia turbulenta y de los colores fantásticos, podía haber finalizado su volumen con tales instrucciones aparentemente contradictorias para el artista contemporáneo. ¿Fueron los orígenes polémicos de su obra los que le desviaron? Como a menudo Ruskin nos recuerda en el curso de su volumen inaugural, defiende el profundo conocimiento de Turner sobre el hecho visual precisamente porque los críticos de Blackwood y The Times habían atacado las obras del gran artista por ser «incomparables con la naturaleza». El prefacio de 1844 del primer volumen de Pintores modernos explica así: «Durante muchos años no hemos escuchado nada relativo a los trabajos de Turner salvo acusaciones de su falta de veracidad. Para cada observación sobre el poder, lo sublime o la belleza, sólo ha existido una respuesta: no son como la naturaleza. Por lo tanto, yo doy a los críticos una cucharada de su misma medicina, y demuestro mediante la investigación exhaustiva de los hechos reales que Turner es como la naturaleza y que sus pinturas son más próximas a la naturaleza de las de cualquier hombre que haya existido jamás» (3.51-12). ¿El deseo comprensible de Ruskin por mostrar a los críticos, que tan duramente habían tratado a su ídolo artístico, le alejó tanto de sus intenciones originales como para olvidarse totalmente de defender las obras de Turner de la década de 1840?
Como suele ser el caso con Ruskin, la solución a esta incoherencia notablemente grosera se aprecia rápidamente en el momento en que se observa detenidamente el contexto en el que surge. Aquí Ruskin sin lugar a dudas no aspira a que todo el arte sublime asuma la forma de las transcripciones realistas del hecho visual. Incluso no dirige sus comentarios a los artistas maduros. Más bien, se dirige al estudiante, al principiante, enfatizando que «no se debería tolerar nada a los jóvenes artistas salvo la imitación bona fide de la naturaleza. No tienen nada que hacer en la parodia de la ejecución de los maestros . . . Su deber no es ni elegir, ni componer, ni imaginar, ni experimentar, sino ser humildes y afanarse por seguir los pasos de la naturaleza, trazando el dedo de Dios» (3.623). Aunque Ruskin (y los editores de la Edición para biblioteca) advierten que él mismo lanza sus comentarios para los estudiantes principiantes, los lectores con frecuencia le han tergiversado y pensado que aquí, estaba adelantando una aseveración sobre la superioridad artística del naturalismo fotográfico extremo como estilo pictórico. Es más, inmediatamente después de dar estas instrucciones a los neófitos, Ruskin añade que cuando la experiencia visual haya alimentado «la mano, la vista y la imaginación» de los jóvenes artistas, «les seguiremos a donde quiera que elijan encaminarse . . . Son por lo tanto nuestros maestros, y aptos para serlo» (3.624). Dicho de otro modo, para pintar como Turner, o incluso para pintar un arte diferente que pudiera rivalizar con el suyo, uno debe primero comenzar por entrenar su vista y su mano. Sin embargo, uno no puede estancarse en esta fase de adiestramiento.
Ruskin hizo tales recomendaciones porque creía firmemente que «la imaginación debe nutrirse constantemente de la naturaleza exterior» (14.288) o, como lo expresó en términos un tanto divergentes: «Denomino a la representación de hechos el primer final, porque es necesario para lo siguiente y debe lograrse antes. Es la fundación de todo arte, y al igual que los cimientos, puede pensarse poco en ello cuando una brillante fábrica se levanta sobre esto, pero debe estar allí» (3.135). Tal concepción del desarrollo artístico, en la que el arte simbólico o incluso visionario se ve como un crecimiento a partir de lo visual, explica cómo Ruskin pudo vincular su defensa de Turner con la de los prerrafaelitas (Pre-Raphaelites), que por aquel entonces estaban pintando composiciones superficiales y estáticas en un realismo fronterizo. Su actitud hacia los miembros de la Hermandad prerrafaelita se resume en sus enunciados; aunque no fueron capaces de lograr un arte de la calidad de Turner, eran principiantes en el camino correcto. Como explica en el Addenda de su conferencia «El Prerrafaelismo» (1854):
Es cierto que mientras los prerrafaelitas sólo pinten a partir de la naturaleza, independientemente de que sea cuidadosamente seleccionada y agrupada, sus pinturas nunca podrán tener el carácter de las composiciones más excelsas. Pero, por otro lado, las clasificaciones superficiales y convencionales que los artistas actuales comúnmente etiquetan como «composiciones», se encuentran tan infinitamente lejos del gran arte como el trabajo más paciente de los prerrafaelitas. Esta obra es, incluso en su forma más humilde, un cimiento sólido, capaz de generar una superestructura infinita, una realidad de valor verdadero, llegue a donde llegue, mientras que los efectos artísticos comunes y sus agrupaciones constituyen un esfuerzo vano de una superestructura carente de fundamento [12.161-62].
Ruskin hace del conocimiento personalmente logrado del hecho visual el fundamento de su teoría artística porque cree que sólo intentando capturar el mundo exterior bajo la forma y el color, el pintor puede siempre aprender a aprehenderlo. Igual que E. H. Gombrich, sostiene que vemos lo que pintamos con más probabilidad que pintamos lo que vemos. Ruskin enfatiza que debido a que somos espectadores del mundo por medio de las convenciones, los artistas tienen especiales problemas a la hora de ver de nuevo el mundo por sí mismos, puesto que deben liberarse tanto de las convenciones diarias acerca de lo que ven como de las representaciones artísticas. Según él, sus contemporáneos victorianos «permiten, o incluso empujan a los pintores y a los escultores a trabajar principalmente respetando las reglas, y a alterar sus modelos para encajarlos en sus nociones preconcebidas de lo que es verdadero». El triste resultado de tales reglas es que «cuando estos artistas observan una cara, no le otorgan la atención necesaria para discernir qué tipo de belleza está presente en sus rasgos peculiares, sino que simplemente miran de qué mejor modo podría transmutarse en algo para lo que ellos mismos hubieran establecido las leyes. La naturaleza nunca desvela su belleza a tal mirada» (5.99). Además, los efectos de estas reglas creadas tan intelectualmente no se detienen en la obra de arte y en el artista que las produce, dado que el efecto no deja de ser «nocivo en la mente del observador general. El amante de la belleza ideal, con todas sus concepciones limitadas por las reglas, nunca examina con suficiente cuidado los rasgos que no se someten a su ley . . . para discernir su belleza interior» (5.99). Las convenciones culturales no sólo enseñan al espectador a juzgar las pinturas según un parámetro falso que evita su disfrute de las nuevas bellezas, sino que también le enseñan a percibir, o a percibir erróneamente, el mundo circundante, aminorando así tanto su placer como su conocimiento. Ruskin que aquí anticipa el trabajo de Gombrich, siempre insiste en que el arte proporciona el vocabulario visual con el que la gente puede confrontar el mundo de alrededor y por medio del cual puede experimentarlo. En este sentido, señala por ejemplo que «con lo poco que en general la gente se preocupa por el arte, la mayoría de sus ideas sobre el cielo proceden de las pinturas más que de la realidad, y si pudiéramos examinar la concepción que se forma en la mentalidad de las personas más educadas cuando hablamos de las nubes, con frecuencia se compondría de los fragmentos de recuerdos azules y blancos de los antiguos maestros» (3.345-6). En consecuencia, para Ruskin, tanto el artista como la audiencia deben aprender a percibir con ojos inocentes, olvidando lo que se supone que algo debe parecer e intentando apreciarlo sin las convenciones de un vocabulario visual. Afortunadamente, una de las barreras más grandes para el nuevo conocimiento, la nueva experiencia del mundo, es que la gente ve lo que piensa que sabe que está allí en vez de ver lo que se halla delante. Como apunta en Alegría perpetua (1857), «una de las peores enfermedades a las que el ser humano es propenso es la enfermedad del pensamiento. Si simplemente pudiera mirar algo en vez de pensar lo que debe ser . . . todos nosotros nos entenderíamos mejor» (16.126).
Se puede destacar que Ruskin es uno de los pocos críticos y teóricos en la historia del arte occidental que han otorgado la debida importancia al papel tanto del pensamiento visual como al acto físico de dibujar o pintar como herramienta de conocimiento. Sus teorías estéticas se relacionan aquí importantemente con sus opiniones políticas porque su reconocimiento de la conexión esencial que une el trabajo de la vista, de la mano y de la mente dentro del proceso artístico le conduce a enfatizar la dignidad esencial del trabajo. Como argumenta en Las piedras de Venecia, «sólo mediante el trabajo, el pensamiento puede volverse saludable, y sólo mediante el pensamiento ese trabajo puede llenarse de felicidad; ambos no se pueden separar impunemente» (10.201). Según él, la pintura contemporánea, al igual que la arquitectura renacentista y la mano moderna de las fábricas, separó el trabajo del pensamiento y pagó por ello un alto precio.
Ruskin, cuya experiencia personal le convenció de que sólo se pueden agudizar las percepciones sobre el mundo exterior intentando dibujarlo, corrigieron ventajosamente su teoría anterior del arte. Concretamente, se intentó que la noción de ut pictura poesis, consistente en que la pintura y la literatura eran artes hermanadas poseedoras de numerosos propósitos y cualidades similares, elevara la degradada condición de las artes visuales enfatizando la naturaleza intelectual del acto artístico. Los escritores, como Reynolds, que trabajaban con un vocabulario restringido que les permitía solamente distinguir entre el trabajo manual y el intelectual, inevitablemente prestaron escasa atención a las partes físicas y pre-conscientes del proceso artístico. Cuando Ruskin crea la versión romántica de la estética de las artes hermanadas (creates a Romantic version of a sister-arts aesthetic), reemplaza la gran distinción académica entre el arte intelectual y mecánico por la distinción que enfatiza una tercera facultad, la imaginación. De este modo, evita la necesidad de ver al arte o bien como una imitación puramente mecánica o como una creación intelectual. Según Ruskin, el artista que generaliza por medio de las convenciones, fracasa a la hora de contactar con la naturaleza y la belleza, y como consecuencia, su arte se atrofia. Por lo tanto insiste en que: «La generalización, como comúnmente se entiende esta palabra, es el acto de una mente vulgar, incapaz e irreflexiva. Ver en todas las montañas nada más que montones similares de tierra, en todas las rocas nada más que aglomeraciones de material sólido, en todos los árboles, nada más que similares acumulaciones de hojas, es sintomático de la ausencia de sentimientos elevados o de la amplitud de pensamientos» (3.37). Ruskin no desea, en mayor grado que Reynolds, que el arte transcriba mecánicamente la naturaleza, sino que recalca que el acto de la generalización, a diferencia de como se entiende comúnmente, debe ser instintivo, inconsciente e imaginativo y debe prepararse durante años de aprendizaje para ver a través de la habilidad manual y de la capacidad artística.
En El Prerrafaelismo (1851) que argumenta que todo el arte superior deriva del aprendizaje del artista para ver por sí mismo, Ruskin acusa a sus contemporáneos de reprimir y corromper a los jóvenes artistas, forzándoles a someterse a unos ideales basados en convenciones y generalizaciones:
Con toda probabilidad comenzamos diciendo al joven de quince o dieciséis años que la naturaleza está cargada de faltas, y que es su deber mejorarla, pero que Rafael es la perfección y que cuanto más le imite, más le engrandecerá; que después de mucho copiar a Rafael, debe probar lo que puede hacer por sí mismo dentro del estilo rafaelita, pero ahora se tratará de originalidad, es decir, debe intentar componer algo brillante que proceda de su propia cabeza, pero aún así, esta composición brillante debe someterse adecuadamente a las reglas rafaelitas, de modo que incorpore una luz principal que ocupe la séptima parte de su espacio y una sombra principal que abarque un tercio del mismo; que en la pintura las cabezas de dos personas no se giren hacia el mismo lado, y que todos los personajes representados posean una belleza ideal del orden más excelso, belleza ideal conformada en parte por un perfil de nariz griego, y que en parte sus proporciones se expresen en fracciones decimales entre los labios y la barbilla, pero en su mayoría a través de ese grado de perfección con el que el joven de dieciséis años obsequia al trabajo de Dios en general. Esto que digo es el tipo de enseñanza que mediante diversos canales, conferencias de la Academia real, críticas en prensa, entusiasmo público, sin olvidar �el peso sólido del oro!, impartimos a nuestros jóvenes. ¡Y encima nos sorprendemos de que carezcamos de artistas! (12.35-34)
Ruskin menosprecia el ideal neoclásico porque, situando al hombre en una relación orgullosa y falsa con la naturaleza, limita en vez de intensificar la visión. En particular, cree que tal persecución prematura hacia un ideal impide que el joven artista aprenda a ver por sí mismo. Y como Ruskin enfatiza en El Prerrafaelismo (1851), ver por uno mismo es el fundamento de todo el gran arte: «todo gran hombre pinta lo que ve . . . Y así, el Prerrafaelismo, el Rafaelismo y el Turnerismo forman todos parte de la misma unicidad, en tanto en cuanto la educación les puede influenciar». Aunque hombres muy diferentes pueden utilizar sus habilidades para crear tipos disimilares de arte, son sin embargo, «todos lo mismo en este aspecto, en que el propio Rafael, en la medida en que fue colosal, y todos los que le precedieron o siguieron que en algún momento fueron igual de colosales, llegaron a serlo retratando las verdades circundantes tal y como se aparecieron ante la mente de cada individuo, no como se les había enseñado a verlas, a excepción del Dios que creó tanto a Rafael como a estos otros» (12.385).
Además, al igual que muchos escritores renacentistas de arte, Ruskin sostiene que la proporción, el diseño y la composición artística respetan las leyes naturales. Pero, por oposición a estos teóricos tempranos del arte, no acepta la reducción de tales leyes a unas pocas reglas o proporciones centrales, tales como el término medio. De modo que Ruskin defiende, una vez más, que el único medio por el cual el artista puede aprender o bien a percibir la belleza o a componer pinturas es confrontando la naturaleza en el acto de la representación. Como explica en Alegría perpetua (1857): »Un estudiante que puede plasmar con precisión los puntos cardinales del ala de un pájaro, extendidas en cualquier posición fija, y puede después dibujar las curvas de sus plumas individuales sin error mensurable, ha avanzado más hacia el poder de comprensión del diseño de los grandes maestros que leyendo múltiples volúmenes de crítica, o pasando un montón de meses examinando indisciplinadamente las obras de arte» (16.149). El intento por capturar las bellezas de la naturaleza en el dibujo o en la pintura, agudiza las percepciones tanto de la natura como del arte.
Las tentativas de Ruskin por enseñar a sus contemporáneos cómo ver, no se detienen con los pronunciamientos teóricos que efectúa a lo largo de sus escritos. Estas teorías, que proporcionan los cimientos de toda su empresa crítica, pretenden derrotar a los oponentes de Turner para convencer a sus otros lectores de que Ruskin le defiende de un modo obviamente racional, así como rogar a los jóvenes artistas, tanto profesionales como aficionados, a forjar una relación viva con el mundo. Idealmente, Ruskin quiere que cada lector pruebe sus ideas esforzándose en dibujar la variedad infinita de la propia naturaleza, y de hecho escribió Los elementos de la pintura (1857) para promover tal deseo. Sin embargo, dándose cuenta de que sólo convencería a la mayoría de los lectores por medio de sus argumentos verbales, Ruskin usa el inmenso don de la pintura verbal para facilitar a sus lectores la clase de relación visual con el mundo que le gustaría que desarrollasen.
La pintura verbal de Ruskin, su técnica característicamente educativa y satírica presente en sus primeras obras, asume una forma triple, cada una más compleja que la última. Para empezar, hace uso de lo que podríamos denominar un estilo aditivo, en el que describe una serie de detalles visuales uno tras otro. Por ejemplo, cuando en el primer volumen de Pintores modernos ilustra el modo tan efectivo que tiene Turner de pintar el agua, lo hace desgajando sus análisis en varios hechos visuales. Así señala en primer lugar que Turner representa correctamente la energía del océano encolerizado, utilizando tanto la dimensión como la altura de las olas: »Es la anchura de su masa y no la altura la que proporciona todo el tamaño y la sublimidad de la naturaleza. Y Turner, persiguiéndola en sus líneas arrolladoras, sin perder la elevación de su oleaje, le agrega un poder diez veces superior» (3.564). A continuación, ensalza el efecto del peso que Turner ha logrado crear: »No encontramos una línea cortante, saltarina y elástica, ningún brinco o cabriola en las olas; ésa es la característica de de Chelsea Reach o de Hampstead Ponds durante una tormenta, sino que el oleaje rueda y se sumerge, abatiendo y lanzando su masa contra la orilla de tal manera que nos hace sentir que, por debajo de esta masa, las rocas convulsionan» (3.565). En este punto, tras desplazarse lentamente desde el análisis abstracto hasta la descripción general y después, a la descripción de un acontecimiento específico, nos sitúa dentro de las energías descritas. Inmediatamente después, añade otra «impresión» cuando nos da la instrucción de »observar cómo comparativamente el viento apenas las rompe: por encima del bosque flotante, y a lo largo de la orilla, no hallamos ninguna indicación de una línea de espuma rota, sino que es una mera franja en la cordillera del oleaje que no interfiere en su cuerpo gigantesco. El viento no tiene poder sobre su tremenda unidad de fuerza y peso» (3.565). Mientras que anteriormente en este pasaje Ruskin simplemente había mencionado los diversos hechos visuales que el arte de Turner registraba con fidelidad, ahora nos desplaza sutilmente al mundo de estos hechos, buscando que sus lectores vean con mayor precisión, y aprecien el tipo de fenómeno que de otro modo no habrían encarado o percibido en absoluto. Ruskin concluye este fragmento de su descripción apuntando otro factor más, recogido en la pintura de Turner, tras lo cual hace notar sus implicaciones. A pesar de que este pasaje ha girado de una discusión de las cualidades abstractas a una descripción de sus encarnaciones específicas, Ruskin no considera por el hecho de examinar tan detenidamente la obra de Turner, que sea necesario crear un espacio completamente imaginario. Aunque es más complejo que la mayoría de los otros ejemplos de su estilo aditivo, este pasaje prosigue característicamente aglutinando un conjunto de circunstancias observadas a las previamente mencionadas.
El contrario, esta segunda forma de pintura verbal evoluciona creando una escena dramática ante nosotros, tras lo cual centra nuestra atención en un único elemento que se mueve por todo el espacio que evoca mediante el lenguaje. Por ejemplo, cuando escribe sobre las nubes de lluvia, Ruskin explica cómo primero se forman y luego se trasladan en relación a la tierra que está debajo; por último, como el predicador evangélico y el poeta romántico, cita su propia experiencia:
Recuerdo que en una ocasión, mientras cruzaba el monte T�te Noire y subía el valle hacia Trient, me percaté de que en el Glaciar de Trient había un trozo de nieve con forma de nube cargada de lluvia. Con el viento del Oeste, continuó hacia Col de Balme, seguida de una larga guirnalda de vapor que siempre se modelaba exactamente en el mismo punto sobre el glaciar. Esta alargada línea de nubes parecida a una serpiente avanzó a gran velocidad hasta que alcanzó el valle alzándose desde Col de Balme para descender por las rocas de pizarra del Croix de Fer. Allí, se giró bruscamente y bajó por este valle mediante ángulos rectos con respecto a su progreso anterior y finalmente de modo contrario, llegó a disminuir a quinientos pies del pueblo donde desapareció, siempre con su rastro por detrás y siempre desvaneciéndose en el mismo punto. Esto se prolongó durante media hora durante la cual la línea infinita describía la curva de la herradura de un caballo que constantemente afloraba a la existencia y se esfumaba, idénticamente en los mismos lugares, atravesando el espacio intermedio con una celeridad impresionante. Esta nube, a una distancia de mil millas, habría parecido una corona totalmente inmutable que con forma de herradura pendía sobre las colinas [3.395].
Ruskin nos sitúa así delante de esta escena en los Alpes, permitiéndonos observar el movimiento de un único elemento dentro de ella. Después de concluir con su examen de la nube en movimiento, va más allá para decirnos lo que parecería, y cómo la experimentaríamos desde un punto diferente de vista.
En tal pasaje descriptivo, Ruskin continúa situándonos ante una escena y haciéndonos espectadores de un acontecimiento. Permitiendo (o forzando) al lector a ver con sus ojos, logra simultáneamente varios objetivos: en primer lugar, nos proporciona un patrón por medio del cual las obras de arte buscan transmitir un hecho natural y se pueden examinar; en segundo lugar, permitiéndonos acceder a sus percepciones y a ver con sus ojos, nos da la posibilidad (o nos fuerza) a percibir los hechos naturales específicos de los que podemos no habernos percatado o comprendido antes; en tercer lugar, con ello, construye uno de sus argumentos esenciales, es decir, que el mundo exterior contiene innumerables fenómenos hermosos que la mayoría de la gente nunca percibe o incluso cae en la cuenta de su existencia. Finalmente, al adaptar esta demostración a su ritmo, por así decirlo, Ruskin prueba que el lector depende de él, puesto que sin él, pocos lectores localizarían estos fenómenos.
La tercera pintura verbal de Ruskin, su forma más elaborada, desarrolla, incluso en mayor profundidad, su papel de maestro de la experiencia. En ella, nos posiciona dentro de la propia escena descrita, nos hace participar de sus energías, y cumple con sus descripciones particulares acerca del arte imaginativo. Varios pasajes de Pintores modernos aclaran que tanto el principiante como el pintor privados de imaginación deben contentarse con un arte topográfico del hecho visual: »El propósito del artista de los paisajes originalmente ingeniosos», por otro lado, »debe ser la ofrenda de la verdad más excelsa y profunda de la visión mental, más que de los hechos físicos, así como el logro de una representación . . . capaz de producir en la mente lejana del espectador precisamente lo que la impresión de la realidad habría generado» (6.35). Como explica el volumen inaugural, en esta forma sublime de arte »el artista no sólo sitúa al espectador, sino que . . . le hace partícipe de la fortaleza de sus propios sentimientos y de la rapidez de sus pensamientos» (3.134). El gran artista imaginativo, en otras palabras, nos otorga el privilegio de ver momentáneamente a través de sus ojos y de su visión creadora, de modo que experimentamos su relación fenomenológica con el mundo.
Ruskin consuma este objetivo mediante el lenguaje, utilizando lo que podemos denominar anacrónicamente como prosa cinemática, es decir, primero se coloca a sí mismo y coloca a su lector firmemente en posición, tras lo cual genera un paisaje completo moviendo su centro de percepción o «el ojo de la cámara» de uno de los dos modos. Nos puede desplazar a través de una profundidad progresiva hacia el interior del paisaje anticipando el uso cinemático de las lentes zoom, o puede desplazarnos lateralmente por toda la escena mientras permanece a una distancia fija de la temática, una técnica que similarmente anticipa la estrategia cinemática denominada «panning» o toma de una vista panorámica. Estableciendo así primero su centro de observación y después dirigiendo su atención con un movimiento pautado, Ruskin casi roza lo imposible, la creación de un espacio visual coherente por medio del lenguaje. Tal procedimiento que utiliza cuando describe tanto las obras de arte como el mundo natural que retrata, aparece, por ejemplo, en su descripción brillante de La Riccia en el primer volumen de Pintores modernos y en numerosos pasajes cruciales de Las piedras de Venecia, incluido su magnífico viaje por San Marcos, su vista aérea del mar Mediterráneo y su narración de la aproximación a Torcello.
La narración de la llegada a esta isla, por entonces desierta, ejemplifica una forma particularmente pura de la pintura verbal cinemática porque Ruskin lucha por transmitir la experiencia del movimiento de este lugar solitario e inhabitado. Comienza enclavándonos en este espacio:
Siete millas al norte de Venecia, las orillas de arena, que cercanas a la ciudad se elevan un poquito por encima de la línea de la bajamar, poco a poco alcanzan un nivel superior, y al final se entretejen en campos de acumulaciones salinas que se levantan aquí y allí para modelar montículos informes interrumpidos por estrechos riachuelos de mar. La más endeble de estas ensenadas, tras serpentear durante algún tiempo entre los fragmentos enterrados de mampostería y los nudos de algas quemadas, blanqueadas con marañas de algas fucus, permanece en un charco completamente estancado junto a un parterre de hierba intensamente verde, cubierto de hiedra rastrera y violetas (10.17; el énfasis es mío).
Como revelan las diversas palabras en cursiva que he señalado en este pasaje, Ruskin infunde energía incluso a esta escena tranquila y desolada, confiando aquí en verbos activos y evitando en gran medida los pasivos. Estos verbos proporcionan un movimiento que arrastra la vista hasta el interior de la escena llegando también a crearla, y una vez que ante los ojos del lector ha dado vida a la isla de Torcello, Ruskin entonces conscientemente sitúa a su lector y se sitúa a sí mismo dentro del cuadro:
Sobre este montículo se ha construido un campanario de tosco ladrillo, del estilo más común lombárdico, por el que si subimos hacia el anochecer (y no hay nadie para impedírnoslo, la puerta de su escalera ruinosa se balancea perezosamente), podemos dominar desde allí una de las escenas más notables de nuestro extenso mundo. Tan lejos como alcanza la vista el derroche de un pantano de mar salvaje, de un gris ceniciento y mortecino; a diferencia de nuestros pantanos norteños con sus acumulaciones acuosas negras como el azabache y sus matorrales púrpura pero inertes, éstos son del color de las arpilleras con su agua de mar corrompida filtrándose por las raíces de sus algas ácidas, brillando aquí y allá a través de sus canales serpenteantes. No lo recorren ni extrañas nieblas ni rastros nebulosos; sólo la claridad melancólica del espacio en el cálido atardecer, opresivo, rozando el filo de su penumbra horizontal [10.17].
Una vez que nos hemos acercado a esta isla desierta y escalado su campanario abandonado con Ruskin, encontramos que nuestra mirada se dirige con éxito hacia cada uno de los puntos cardinales de la brújula, después de lo cual nos da la orden de mirar hacia Torcello para percatarnos de los cuatro pequeños edificios de piedra, uno de ellos una iglesia, que »yace como un grupo reducido de barcos serenos sobre el lejano mar» (10.18). Una vez que ha descrito los edificios y la vista distante de Venecia con mayor precisión, procede a guiar nuestra reacción emocional hacia lo que hemos visto, recalcando que »la primera impresión fuerte que recibe el espectador de toda esta escena es que, sea cual sea el pecado experimentado en este lugar de un modo tan absolutamente desolador, por lo menos no habrá sido la ambición» (10.20).
La introducción por parte de Ruskin, quizá sorprendente, de la noción de que sólo el castigo por el pecado puede haber producido tal desolación recuerda al lector que le ha conducido hasta Torcello, del mismo modo que lo ha hecho hasta Venecia, para explicar siguiendo el estilo del profeta del Antiguo Testamento cómo leer una advertencia a Inglaterra mediante el destino de un poder comercial y marítimo anterior. Ruskin encuentra característicamente estas amonestaciones en la evidencia de la arquitectura veneciana y en su relación con los trabajadores que la crearon, dado que argumenta que el movimiento desde el estilo gótico hasta el renacentista encarna la secularización veneciana y el consecuente rechazo del Cristianismo pío sobre el que, según su creencia, originalmente se fundó su fortaleza. Por lo tanto, cuando nos transporta hasta Torcello, la primera isla sobre la que los últimos fundadores de Venecia se establecieron huyendo del continente, desea tanto contrastarla en su desconsuelo presente con su hija, Venecia, como enfatizar el modo en que los fundadores de Torcello, que tomaron literalmente la noción de que la Iglesia era su arca de salvación, conservaron una fe trágicamente continua desde su pérdida. En consecuencia, el resto del capítulo se interesa por el examen de la catedral de la isla y por su significado para los constructores originales. Para crear este efecto, Ruskin primeramente utiliza su estilo cinemático habilidosamente para movernos por el lago de Venecia y así, poder experimentar la cercanía de este lugar desconsolador, compartiendo los mismos sentimientos de los colonos primitivos, quienes escaparon de las guerras continentales.
La efectividad de tales pasajes no es ni meras florituras de su argumento principal, ni exhibiciones autoindulgentes de virtuosismo, aunque en sus obras tempranas, particularmente en el primer volumen de Pintores modernos, Ruskin recurrió ciertamente a tal virtuosismo. Su pintura verbal no es incluso una táctica que utiliza para suavizar los puntos vulgares de un razonamiento. Tal escrito de hecho es central en la concepción que tiene Ruskin de sí mismo como crítico y místico. Puesto que confía en esta prosa cinemática para instruir la visión de su audiencia, enseñando a sus miembros a apreciar las formas, los tonos, los colores, y el hecho visible que a menudo han confrontado pero no han sido capaces de observar, estas descripciones son básicas en su autoconcepción de aquel que enseña a otros a ver, a experimentar y a comprender. Tal escrito sirve también para establecer lo que los antiguos retóricos etiquetaban como la escala de valores del hablante. El principal problema para el místico victoriano es convencer a otros de que merece la pena que le escuchen, de que él es un hombre cuyos argumentos, con independencia de lo raros que puedan resultar en un primer momento, son el producto de una mente sincera, honesta y sobre todo, fiable. Una de las tareas primordiales de un hablante o escritor es la de posicionarse ante su audiencia como una voz digna de crédito e incluso autoritaria. Esto lo logra Ruskin fácilmente demostrando que ha visto mucho más que los críticos oponentes, quienes son ciegos, a diferencia de él, que es un visionario.
Estos pasajes de prosa cuidadosamente forjada ocupan su lugar como parte de una estructura argumental más amplia. De hecho, sirven como integrantes esenciales del ritmo complejo de la sátira y de la visión romántica que caracteriza los procedimientos del místico victoriano. En volúmenes previos de Pintores modernos en los que Ruskin los utiliza para defender a Turner frente a las exigencias del arte antiguo, este ritmo asume la forma de una pintura verbal satírica en relación con la obra de un maestro antiguo, a la que sigue una descripción de Ruskin de o bien una obra similar de Turner o bien de una escena que se supone que la obra anterior representaba. Por ejemplo, en el capítulo «Sobre la verdad del color» dentro del primer volumen de Pintores modernos, observa en primer lugar La Riccia de Gaspar Poussin en la Galería nacional, tras lo cual presenta sus propias impresiones sobre la escena original. A través de una escritura fuertemente cargada de sarcasmo, Ruskin fácilmente transmite la impresión de que la pintura, tan valorada por los críticos que trataron el trabajo evolucionado de Turner tan cruelmente, no se centra en incorporar los hechos de un lugar particular:
Se trata de un pueblo sobre una colina, poblado con unos treinta y dos arbustos, de un tamaño muy uniforme, con un número exacto de hojas cada uno. Todos estos arbustos se han pintado con un marrón opaco apagado, que adquiere un matiz ligeramente verdoso al ser alumbrado, dejando al descubierto en un lugar una porción de un peñasco, que por supuesto en la naturaleza habría sido frío y gris junto a las lustrosas tonalidades del follaje, y que, por tanto, al encontrarse además en la sombra, se pinta consistente y científicamente de un rojo ciertamente ladrillo muy claro y hermoso, el único que se asemeja al color en toda la pintura. El primer plano es un tramo de una carretera que, para dar un margen a su cercanía enorme, a su estado completamente iluminado, y debe suponerse, a la cantidad de vegetación frecuentemente presente en las carreteras, se ha pintado en un gris verdoso muy frío, completándose la verdad de la pintura a través de un número de puntos en el cielo en la derecha, con una caña de un marrón sobrio y parecido [3.277-8].
Inmediatamente después de presentar esta ejecución duramente sarcástica de la pintura, atribuida a Gaspar Poussin, Ruskin utiliza su estrategia familiar de citar su propia experiencia de una escena ineptamente expuesta en una obra de arte visual:
No hace mucho, mientras descendía por este trecho de carretera por la que transitan carruajes, el primer giro después de abandonar Albano . . . Cuando me marché de Roma el tiempo era tempestuoso y por toda la Campaña las nubes se agitaban rápidamente en un azul sulfuroso, tronando varias veces y rompían los rayos de sol a lo largo del acueducto de Claudio encendiendo la infinidad de sus arcos como el puente del caos. Pero a medida que escalé la larga pendiente del Monte Albano, la tormenta barrió finalmente hacia el norte, y el noble perfil de las bóvedas de Albano y la oscuridad agradable de sus bosquecillos de encinas se elevó frente a los haces puros del azul y del ámbar que se alternaban. Más arriba, el cielo gradualmente se sonrojaba a través de los últimos fragmentos de nubes cargadas de lluvia de un azul oscuro profundamente palpitante, mitad éter mitad rocío. El sol de mediodía llegó inclinándose por las laderas rocosas de La Riccia, y sus masas de altos y enmarañados follajes, cuyos tintes otoñales se mezclaban con el verdor húmedo de miles de árboles de hoja perenne, se sintieron penetrados por él y por la lluvia. No lo puedo llamar color, sino conflagración. Púrpura y carmesí y escarlata, como las cortinas del tabernáculo de Dios, los regocijados árboles se hundieron en el valle con aguaceros de luz, cada hoja independiente temblando de vida fogosa y ardorosa, cada una, a medida que reflejaba o transmitía un rayo de sol, primero una antorcha y luego una esmeralda. Más arriba en los escondrijos del valle, las verdes vistas se arqueaban como las cavidades de olas poderosas de algún mar cristalino, con las flores de los madroños precipitándose por sus costados como espuma, y los copos plateados de ramos naranjas se sacudían en el aire a su alrededor, fracturando los muros grises de las rocas en miles de estrellas separadas, destiñéndose y encendiéndose alternativamente mientras el suave viento las elevaba y las dejaba caer. Cada claro de hierba alumbraba como el techo dorado del cielo, abriéndose en brillos repentinos según la frondosidad se resquebrajaba y se cerraba sobre él, al igual que un relámpago inmaculado traspasa una nube durante el ocaso. [3.278-79]
Al plantear su examen satírico de La Riccia, Ruskin rápidamente rechaza el trabajo original porque desea concentrarse sólo en el elemento del color, cuestión sobre la que le resulta particularmente fácil alabar a Turner y atacar a sus predecesores. Aquí como en el resto de sus obras, Ruskin nos convence de su postura a través de una alternancia espléndidamente controlada de la visión y de la sátira, preparándonos para su polémica a cada paso del camino tomando prestadas sus ideas para ver. Su habilidad al relatarnos su experiencia del paisaje y su arte paisajístico nos hace sentir continuamente que sus críticos oponentes y los artistas contra los que arremete, trabajan ambos a partir de teorías y recetas, en vez de a partir de la visión [37/38].
Modificado por última vez el 9 de diciembre de 2006; traducido enero de 2011