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[Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
Me pregunto cuántas personas de la generación emergente en América o en Inglaterra han leído a Alton Locke. Han pasado muchos años desde que leí o incluso le ví. No me importa no leerle más porque me temo que ahora no me produciría el efecto o la impresión que en su día me produjo y no deseo destruir o incluso debilitar esa impresión. Sé que el libro no es una gran obra de arte. Sé que tres cuartas partes de su valor consisten en su sentimiento ciego y serio, que la historia está sólidamente construida, que muchos de los detalles son exageraciones extravagantes y que el autor después de todo no fue para nada un demócrata o un creyente en la igualdad humana. No he olvidado que incluso entonces, cuando desafió a la opinión pública respetable creando a un sastre como héroe, tomó buen cuidado en que el sastre mantuviera relaciones respetables. Aún así, conservo la impresión que una vez el libro me produjo, y no me importa que ésta se altere. Por lo tanto, he dejado de leer o criticar a Alton Locke. Sólo recuerdo cómo me sorprendió en una ocasión hace tiempo — como una protesta generosa en contra de la indiferencia brutal, literaria y política que dejó durante tanto tiempo al artesano londinense trabajando, sufriendo y enfermando, endeudándose, bebiendo, luchando, consumiéndose hasta morir en la oscuridad. ¿Es necesario, quizá lo es, explicar a algunos de mis lectores la historia de Alton Locke? Es la historia de un joven muchacho sastre londinense que tuvo instintos y aspiraciones superiores a los de su clase, que anheló ser un poeta y patriota, que amó y luchó en vano, que se supone que aunó en su propio cuerpo debilitado todas las mejores emociones, los suspiros más vanos, los deseos más salvajes, las protestas más legítimas de sus compañeros; quien se afilió al movimiento cartista (Chartist) ante la carencia de un mejor camino para el gran propósito, y que vio su fracaso y que completamente derrotado se marchó a América para buscar allí una nueva vida y que sólo contempló la orilla de la tierra prometida para después morir. Aquí por fin surgió una idea grandiosa. Aquí estuvo el motivo de la prosa épica que debería haber conmocionado más a los oídos modernos que la canción de Tasso. El efecto de la obra entonces fue reforzado por el hecho de que el autor fue un clérigo de la Iglesia de Inglaterra (Church of England) que creía ser un hombre de una familia aristocrática y de conexiones aristocráticas. El libro fue indudablemente un gran éxito en su día. La fuerte idea que constituía la médula perduró. El reverendo Charles Kingsley se hizo de pronto famoso.
[La fase democrática y cartista de Kingsley y de Alton Locke]
Alton Lockese publicó hace más de veinte años. Entonces Charles Kingsley no era en absoluto para la mayor parte de muchachos británicos que leían libros la encarnación viva de la caballería, la libertad y la rebelión frente al orden establecido de la bajeza y la opresión de clase de tantas esferas de nuestra sociedad. El autor de Alton Locke alrededor de la misma época leyó un sermón en la iglesia del condado en la que oficiaba, tan saturado de protestas cálidas y apasionadas en contra de los males infligidos a los pobres por parte de los sistemas existentes que su mentor espiritual, el rector, el deán o algún otro dignatario, se levantó en medio de la iglesia — también se levantó moral y físicamente, como lo hizo Mrs. Gamp — y denunció al predicador. ¿Hace falta decir que el relato de una escena tan inusual y extraordinaria como ésta excitó nuestro entusiasmo juvenil hasta convertirse en una llama perfecta en el propio ministro de la Iglesia estatal que desafió la censura pública de su superior por una causa de derechos humanos? Durante mucho tiempo, Charles Kingsley fue nuestro héroe escogido — estoy hablando ahora de hombres jóvenes que tenían el espíritu juvenil de la revuelta dentro de ellos, y sueños de repúblicas [211/212] e ideas sobre la igualdad del hombre. Si se me pidiera describir a Charles Kingsley ahora, teniendo en consideración la tendencia de sus escritos y su actitud pública, ¿cómo podría hablar de él? En primer lugar, como el defensor más perverso y obstinado de todo abuso político, el partidario más dogmático de toda causa equivocada en política interior y exterior que incluso la Iglesia del Estado ha producido durante muchos años. Apenas recuerdo, en mi observación práctica de la política, una gran cuestión pública en la que Charles Kingsley no estuviera en el lado equivocado. La glorificación vulgar del mero esfuerzo y del poder, característica tan desatinada de la opinión pública moderna, nunca encontró un partidario tan acérrimo como él. El apóstol de la libertad y de la igualdad, como me parecía en mi juventud, se ha mostrado recientemente en mi mente como el defensor de los sistemas opresivos y el dominio férreo de la fuerza bruta. ¿Es esto una paradoja? ¿Ha experimentado el hombre un cambio maravilloso de opinión? No es una paradoja y creo que Charles Kingsley no ha cambiado su parecer. Quizá un breve recorrido del hombre y de su trabajo puede reconciliar estos aparentes antagonismos y convertir en coherente y real a la realidad.
[La apariencia y el carácter de Kingsley]
Estuve presente en una reunión poco después de esto en la que el señor Kingsley era uno de los principales ponentes. La reunión se celebró en Londres, la audiencia era una audiencia peculiarmente cockney para la que Charles Kingsley es personalmente poco conocido para el público de la metrópolis. Por lo tanto, cuando comenzó a hablar se extendió un pequeño estremecimiento de sorpresa y algo como incredulidad por los bancos que escuchaban. ¿Podía tratarse, la gente cercana a mí preguntaba, de Charles Kingsley, el novelista, el poeta, el erudito, el aristócrata, el caballero, el orador de púlpitos, el «sacerdote-soldado», el apóstol del Cristianismo muscular? Sí, en efecto era él. Más bien alto, muy anguloso, sorprendentemente desgarbado, de piernas finas tambaleantes, de cara afilada adornada con bigotes ralos y grises, una facultad para caer en las actitudes más torpes, con tendencia a hacer las contorsiones de cara y de cuerpo más horribles, con un acento tosco y provincial y un modo rudo de hablar que podría aparecer como caricatura del absurdo en los tablones de un teatro cómico. Tal era la apariencia que el autor de Glauco e Hipatia presentaba a su sorprendida audiencia. Desde la época de Brougham nada tan torpe, extraño y ridículo había sido expuesto sobre una plataforma inglesa. Ni que decir tiene que Charles Kingsley carecía de la elocuencia de Brougham. Pero poseía un modo de hablar robusto, energético y claro que pronto sacudió hasta el corazón a la audiencia. La conquistó. Aquellos que al principio apenas podían evitar reírse, aquellos que desconociendo al hablante se preguntaban si estaba loco o beodo, aquellos que de corazón desaprobaron sus principios generales y su actitud pública, fueron igualmente persuadidos mucho antes de que finalizara, por su seriedad cortante y brusca y por su sinceridad transparente. El tema concernía al sufrimiento social de los pobres. El señor Kingsley lo abordó de modo general y atrevido, hablando con una gran desconsideración hacia la economía lógica y política, a veces impactando a los más remilgados de la audiencia debido a la franqueza bíblica de sus descripciones y de su lenguaje, pero, creo, convenciendo a todos de que en el fondo estaba seguro, y explicando inconscientemente a muchos cómo había ocurrido el hecho de que alguien dotado de una compasión tan humana y liberal se hubiera distinguido tan a menudo como el defensor de los sistemas más estúpidos y de las opresiones más brutales. Cualquiera podía ver que la fuerte fuerza impulsora de la personalidad del hablante era emocional, que la empatía y no la razón, el sentimiento más que la lógica, el instinto más que la observación, gobernaban sus enunciados. Existen hombres en los que, sin importar su carácter personal robusto y masculino, una cantidad desproporcionada del elemento femenino parece haber encontrado lugar [212/213]. Estos hombres usualmente no ven las cosas tal y como son realmente, sino como se reflejan a través de los prejuicios personales y las emociones. Normalmente llegan a conclusiones, obedecen impulsos e instintos repentinos, ignoran la evidencia y son muy completos y analíticos en todos sus juicios. Cuando llevan razón-como la joven de la canción- son muy, muy buenos, pero como ella, cuando están equivocados son horribles. El autor de Alton Locke es una ilustración destacada de estos hombres. Resulta extraño describir al exponente del credo del Cristianismo muscular como alguien dotado de un gran componente femenino. Y a pesar de todo su vigor en el discurso y su voz grosera, el señor Charles Kingsley es tan ciertamente femenino en su manera de razonar, en sus apetencias y desapetencias, sus impulsos y sus prejuicios como Harriet Martineau es masculina en su intelecto y George Sand en sus emociones.
[Los antepasados de Kingsley]
El señor Charles Kingsley fue un hombre perteneciente a una antigua familia inglesa, muy orgulloso de su descendencia, y lleno de la convicción tan ostentosamente recorrida por tantos hombres ingleses de que la sangre noble porta con ella una garantía de valentía, justicia y verdad. Los Kingsleys eran una familia Cheshire. Creo que datan de antes de la conquista normanda, no importa mucho. No les aplicaré el epigrama de John Bright sobre las familias que llegaron con Guillermo el conquistador y nunca hicieron nada más, porque los Kingsleys parece que siempre fueron una raza activa. Se implicaron energéticamente en la Guerra civil durante la época de Carlos I y apoyaron al Parlamento. Me han dicho que la familia todavía posee un nombramiento para ordenar a una tropa de caballos, dada a Kingsley y firmada por Oliver Cromwell. Un miembro de la familia emigró a Nueva York con los Padres fundadores, y creo que la línea Kingsley todavía florece allí como un laurel. La energía irreprimible, por lo que sé, parece que siempre fue una característica de la familia. Charles Kingsley nació cerca de Dartmouth, en Devonshire. Todo aquel que ha leído sus libros debe saber cómo se deleita en descripciones del paisaje encantador de Devon. Durante un tiempo fue pupilo del reverendo Derwent Coleridge, hijo del poeta [Samuel Taylor Coleridge], y finalmente estudió en el Magdalene College, en Cambridge. En un principio, se pretendió que el señor Kingsley se dedicara al derecho, pero cambió de opinión y se decantó por la Iglesia. Primero fue sacerdote y poco después rector de la parroquia Eversley en Hampshire, cuyo nombre desde entonces se ha asociado constantemente al del autor. Menciono que el señor Kingsley se casó con la primera de tres hermanas, la señorita Grenfell, la segunda de las cuales se casó posteriormente con el señor Froude, que murió, mientras que la tercera se convirtió en la esposa de uno de los periodistas ingleses más prestigiosos. Dejando de lado estos hechos estrictamente personales, que apenas merecen una mención breve, nos encontramos con que la existencia real de Kingsley, si puedo usar tal frase, comenzó y se desarrolló bajo la guía de un hombre extraordinario y bajo la inspiración de un movimiento extraño. El hombre al cual el señor Kingsley debió tanto su liderazgo y su enseñanza fue el reverendo Frederick Denison Maurice que murió durante la primera semana del pasado abril.
[La influencia de Frederick Denison Maurice]
No sería fácil explicar a un lector americano el significado y el nivel de influencia que este hombre eminente ejerció sobre un amplio campo de la sociedad inglesa. La vida del señor Maurice no contiene nada digno de mención en cuanto a hechos y fechas pero su espíritu infundió una nueva alma y sentido a toda una generación. No fue un gran orador o un gran pensador, ni un reformista atrevido, tampoco tenía un intelecto muy sutil y dudo de que sus escritos sean muy leídos en un futuro. Tenía simplemente una gran personalidad, con una gran influencia. Infundió una nueva vida a la estructura decadente y lánguida de la Iglesia de Inglaterra, aligerándola con un nuevo sentido del deber. Su esperanza y propósito perseguían la conversión de la Iglesia en una hermandad afectuosa y viva [213/214] propia de una mentalidad, un trabajo y una sociedad modernos. Amigo juvenil y compañero de John Sterling (los dos amigos se casaron con dos hermanas), Maurice tenía toda la dulzura y pureza del héroe de Carlyle, y una fortaleza intelectual muy superior. El señor Maurice se dedicó a hacer de la Iglesia inglesa una influencia práctica en el pensamiento y la sociedad modernos. No creía en una religión situada aparte, en las frías cumbres del Olimpo de la teología dogmática, que miraba despectivamente a la vida común y los trabajos vulgares de la humanidad. Sostenía que una Iglesia, si es buena para algo, debería ser capaz de hacer frente sin rodeos al desafío de los escépticos e infieles, y de preocuparse de todo aquello concerniente a los hombres y a las mujeres. Uno de los frutos de su largo y fructífero trabajo es el College para trabajadores situado en el Red Lion Square, en Londres, una institución en la que se convirtió en director y a la cual dedicó gran parte de su tiempo y atención. Sólo un par de semanas antes de su muerte, presidió uno de los encuentros públicos de esta institución que era su favorita. Fue el padre del proyecto del «socialismo cristiano» que nació hace más de veinte años y todavía produce fruto, un proyecto que puso en pie asociaciones cooperativas entre los trabajadores en base a principios firmes y progresistas, y que ayudó a los trabajadores a mejorar el capital para que así pudieran ayudarse a sí mismos. Uno de los pupilos más tempranos y apasionados del señor Maurice fue Charles Kingsley, otro fue Thomas Hughes. Para ayudar al señor Maurice a llevar a cabo estos proyectos, Kingsley entabló relaciones frecuentes con algunos de los cartistas londinenses, y especialmente con los sastres trabajadores que poseían casi todos una tendencia radical. Las simpatías impulsivas de Kingsley prendieron fuego y llamearon en la novela Alton Locke, sastre y poeta.
[El Cartismo]
El movimiento extraordinario cartista, durante tanto tiempo en preparación y tan rápidamente extinguido, ¡cómo parece haberse convertido completamente en una cosa perteneciente al pasado! Sólo han transcurrido veinticuatro años desde su colapso. Aquellos por debajo de los cuarenta años pueden recordar, como si fuera ayer, todos los incidentes y a sus figuras principales. El pueblo estadounidense sabe que mi amigo Henry Vincent está todavía en lo mejor de la vida y que fue uno de sus líderes más serios y distinguidos. Pero parece tan viejo y agotado como un campesino-guerrero de la Edad Media. Fue una extraña mezcla de quejas políticas y sociales. Se trató parcialmente de una protesta ciega y apasionada de trabajadores que sabían que no tenían ningún derecho a morir de hambre y a padecer en un país próspero pero que apenas conocían dónde radicaba la injusticia real. Fue parcialmente la protesta de una inteligencia analfabeta y ansiosa frente a la apatía brutal de un gobierno que no hizo nada por la educación nacional. Sus exigencias políticas fueron muy modestas. Algunos de ellos han sido desde entonces silenciosamente juzgados, otros han sido olvidados pacíficamente al reino de los anacronismos. El Cartismo fue más un grito salvaje, un anhelo exaltado de hombres solitarios aliados que una empresa política definida. Uno mira ahora hacia atrás con un gran asombro sobre la estupidez salvaje de las clases dirigentes que casi lo convirtieron en una rebelión. Por supuesto que en muchos casos fue aprovechado por políticos egoístas y manipuladores que jugaron con él para sus propios intereses. Por supuesto que tuvo sus malos consejeros, sus falsos amigos, sus cobardes y sus traidores. Pero en general, prevaleció un espíritu noble de honestidad masculina que invadió el movimiento y que desde mi punto de vista lo infundió de un interés romántico que debería asegurarle una memoria honorable. En muchos casos encontró a sus líderes fuera de sus propias clases. Destacó por ejemplo, un tal «Tom Duncombe», una especie de Alcibíades del radicalismo inglés, un orador brillante parlamentario, un hombre alegre de moda, profundamente impregnado de deudas excesivas y disipación llamativa, íntimamente asociado con los jóvenes nobles de las casas de juego del West End [214/215] y los trabajadores ardientes cartistas de Shoreditch y Clerkenwell. También estaba Feargus O'Connor, enorme, impulsor, intrépido, un Mirabeau burlesco y pelirrojo, un orador espléndido para las masas que podía abrirse paso con una fuerza muscular absoluta y esquivar una muchedumbre hostil, engreído de su descendencia casi mítica de los reyes irlandeses, incluso cuando se encantaba demasiado efusivamente con sastres y portadores de capachos, deleitándose en las luchas más fieras de la política y en las rarezas más salvajes de un libertinaje prolongado. O'Connor intentó vivir atropelladamente y el resultado natural fue que sufrió un colapso prematuramente. Durante mucho tiempo antes de fallecer padeció de locura. Un fenómeno extraño fue que como sus modales eran siempre excéntricos y turbulentos, se convirtió en un auténtico loco durante meses antes de que los que estaban a su alrededor fueran completamente conscientes del cambio. En la Cámara de los comunes, las extravagancias de este pobre lunático se supone que fueron durante mucho tiempo sólo excentricidades muy destacadas, o como algunos piensan, afectaciones insolentes de excentricidad. Solía levantarse cuando Lord Palmerston se dirigía a la audiencia de la Cámara, caminaba hacia el gran ministro, y le daba una palmada tremenda en la espalda. Una noche, prácticamente asaltó a un miembro de la Cámara, y éste ordenó su arresto. Feargus se aproximó fríamente a los grupos de presión. Se pidió al oficial de orden que viniera y arrestara al ofensor. Lord Charles Russell (hermano del conde Russell/Earl Russell), entonces y ahora oficial de orden, era un hombre delgado, pequeño y débil. Me han dicho algunos que lo presenciaron que la escena fue realmente divertida para los grupos de presión. Lord Charles asumió con pasos reticentes su tarea un tanto desagradable. Por aquel entonces, todo el mundo empezaba a sospechar que O'Connor estaba realmente loco. En cualquier caso, era un gigante e incluso en sus momentos más lúcidos perfectamente imprudente. Desde este ángulo, no es nada agradable que un hombre débil y pequeño sea enviado para arrestar a un gigante; piénsese únicamente en el hecho de ¡echar el guante a un gigante que parece haber perdido el sentido! La dignidad de su oficio, sin embargo, debía ser defendida y Lord Charles trotó tranquilamente tras su presa inmensa. Lanzó miradas implorantes a todos los miembros pero éstos no tenían razón para interferir ni inclinación para ofrecerse como voluntarios. Algunos de ellos estaban de hecho absortos en especulaciones sobre qué pasaría si Feargus se giraba repentinamente. ¿Se guardaría el sargento de orden su dignidad en el bolsillo y saldría verdaderamente corriendo? O, si se mantenía en su puesto, ¿cuál sería el resultado? Afortunadamente, sin embargo, justo cuando Feargus y su perseguidor reacio se preparaban para Westminster Hall, el ojo impaciente de Lord Charles Russell divisó un pequeño nudo de policías, los llamó, vinieron y el sargento cumplió con su obligación y la captura fue efectuada. Recuerdo perfectamente que vi a O'Connor por aquella época, paseando a través del mercado de Covent Garden (Covent Garden market) con su manera de caminar inquieta y tambaleante. Su pelo, que anteriormente era de un pelirrojo desafiante, ahora era blanco como la nieve. Sus ojos brillaban con el resplandor peculiar, rápido, poco profundo y siempre cambiante de la locura. El pobre hombre paseaba de un puesto de frutas a otro, hablando todo el tiempo consigo mismo, algunas veces cogiendo una fruta como si quisiera comprarla, y después dejándola con una risa vacua para continuar andando. Era un espectáculo lamentable. La luz de su razón parpadeó para pronto apagarse y la muerte le sobrevino para su alivio.
No debo omitir la mención, al hablar de los líderes cartistas, del valiente, desinteresado y altamente dotado Ernest Jones, que sacrificó sus perspectivas mundanas brillantes por la causa de la Carta del pueblo. Mucho después de que la Carta y su agitación hubieran muerto, Jones emergió de nuevo en la vida pública, todavía comparativamente era un hombre joven y pareció introducirse en una carrera tanto brillante como valiosa. Una muerte temprana e inesperada se interpuso.
Sin embargo, me he desviado del tema de mi artículo. Charles Kingsley llegó a conocer a los principales trabajadores cartistas y [215/216] su naturaleza impulsiva estuvo grandemente influenciada por las palabras y vidas de éstos. Desconfiaba y no le gustaban la mayor parte de sus líderes, procedentes de otras clases, especialmente O'Connor. Pero el rango y las filas del movimiento, esto es, los trabajadores, los sufridores, los proletarios como se llamarían actualmente, atrajeron su corazón afectuoso. El Cartismo había caído. Repentinamente se desplomó en 1848; murió entre la risa homérica del público. Fracasó principalmente porque había llegado a ocupar una posición completamente falsa. En parte por ignorancia, en parte por la locura egoísta de algunos de sus líderes, y en parte por la severidad de las medidas gubernamentales, el movimiento fue arrastrado hacia un dilema que nunca contempló originalmente. Debía o bien dirigirse hacia una rebelión abierta o rendirse. Quedó obstruido como MacMahon en Sedán. El Cartismo no deseaba realmente rebelarse, aunque por supuesto la llama de la revolución reciente de París le había deslumbrado y avivado pero carecía de los medios para continuar con una revuelta ni siquiera durante un solo día. Por lo tanto sólo le quedaba rendirse y la rendición tuvo lugar bajo condiciones que le hicieron parecer completamente ridículo. Se cogió a Kingsley con la idea de cristalizar todo esto en un romance. Tomó como un fuerte estímulo y guía el trabajo que Henry Mayhew estaba entonces publicando, El trabajo en Londres y los pobres londinenses, una colección cuyas revelaciones dolorosas e impactantes produjeron una profunda impresión en Inglaterra. Las narraciones de Mayhew eran a menudo inexactas, dado que no podía dirigir todo el proyecto él solo y en ocasiones tuvo que recurrir como ayuda a asociados negligentes y poco fiables, para los que ocasionalmente era más fácil lanzar un romance más bien sentimental o sensacional que consumar una investigación paciente. Pero el efecto general de la publicación fue sano y práctico, y se convirtió en el padre de casi todos los esfuerzos que siguieron por dejar al descubierto y mejorar las condiciones de los pobres en Londres. No cabe duda de que influenció grandemente la mente impresionable de Charles Kingsley. Escribió Alton Locke y el libro se convirtió en un gran éxito. El sastre y poeta era el héroe del momento. Blackwood en cierta ocasión bautizó Alton Locke como «retazos de la juventud» pero retazos de la juventud sobrevivió a la broma. La novela está llena de tonterías y extravagancias y con toda su simpatía por los sastres, muestra enormemente el afecto característico de Kingsley por el rango y el nacimiento. Pero presentaba una idea realmente buena en su núcleo; borró uno o dos de sus nuevos personajes, especialmente el del viejo librero escocés y dio en el clavo. La peculiaridad, sin embargo, sobre la que deseo especialmente llamar la atención es la completa ausencia del pragmatismo del poder de pensamiento. En ninguna parte se puede encontrar una prueba de la opinión personal del autor. Una idea le llama la atención, le captura y para utilizar la expresión de Hawthorne «maneja como si fuera un látigo». Toma una idea y después la abandona para tomar otra, para usarla de la misma manera inconexa e incoherente. Así es como actúa Kingsley siempre. No está contento con desarrollar su único talento de cualquier valor literario, la capacidad para pintar escenas enormes y sorprendentes con un fuerte resplandor o brillo. Se cree firmemente un filósofo profundo y un reformador social y continúa insistiendo en demostrar ante el mundo y en todo momento su incapacidad absoluta para cualquier modo de razonamiento sobre cualquier tipo de tema. Estrafalario con un egoísmo intelectual, ciego a toda enseñanza proveniente del mundo exterior, Kingsley se precipita de cabeza como un toro hacia materias destacadas y difíciles. Así, abordó el Cartismo, la sociedad, la competencia, la economía política y qué no, en su Alton Locke. Y así, ha seguido desde entonces y seguirá hasta el final de su capítulo, siempre aislando elementos para exhibir mediante sus dotes las mismas materias de las que menos sabe, y de las que está menos cualificado para juzgar debido a la constitución íntegra de su intelecto y temperamento [216/217].
[¡Westward Ho!, el Cristianismo muscular y el creciente imperialismo racista de Kingsley]
Ahora estoy escribiendo más bien sobre el propio Kingsley que sobre sus libros, con los cuales los lectores de La galaxia (donde apareció este ensayo por primera vez, GPL) están bien familiarizados. Paso en consecuencia por alto los numerosos libros que produjo entre Alton Locke y ¡Westward Ho!, y me detengo sobre el último sólo porque ilustra la gran idea que hizo presa del autor después de que la pequeña fiebre del Cartismo se esfumara. Supongo que se puede considerar a ¡Westward Ho! como la primera aparición de la escuela del Cristianismo muscular (énfasis añadido). El señor Kingsley inauguró para nuestro beneficio el enorme héroe británico, capaz de hacer cualquier cosa en el camino de la lucha y de la andadura, y propagó las doctrinas de la Iglesia de Inglaterra. La lectura de la Biblia y la matanza de los españoles era todo el deber del británico ideal de la época de Isabel I, según esta autoridad. La idea fue todo un éxito. Repentinamente, nuestra literatura se inundó de zurdos y de atletas piadosos que golpeaban a sus enemigos con textos de las Escrituras. Todos estos héroes eran por necesidad caballeros. Uno de los artículos principales del nuevo evangelio según Kingsley era que la verdad, el valor, el músculo y el fervor teológico sólo eran posesión plena de los vástagos de las buenas y antiguas familias inglesas de los condados. Otras naciones rara vez poseían tales cualidades, nunca alcanzaban la perfección e incluso la favorecida Gran Bretaña sólo lo veía correctamente ilustrado en los caballeros de larga descendencia. Por supuesto, este tipo de cosa, que era por el momento una idea sincera en Kingsley, se convirtió en simple afecto entre sus seguidores y admiradores. El patrón del héroe como persona luchadora fue durante un tiempo una lata tan grande como el rudo y feo héroe de Jane Eyre, Rochester, o el guardián colosal y corrupto al que [de George A. Lawrence] Guy Livingstone envió a viajar por el mundo. Ciertamente, el héroe de Kingsley era un tipo de hombre mejor que el de Guy Livingstone, porque a las malas era sólo un salvaje egoísta y no un disoluto. Pero creo que hizo mucho daño en su día. Ayudó a motivar y a inflar el sentimiento de la arrogancia nacional que hace tan insoportable a la gente con sus vecinos y fomentó la odiosa reverencia ante la fuerza bruta y el poder que ya Carlyle había convertido en moda. El propio Kingsley parece haber sido «poseído» por su propia idea como si se tratara de algún espíritu incontrolable. Le hizo desterrar todo su Cartismo, democracia y liberalismo y todas las nociones relacionadas con ello. Bajo su influencia Kingsley superó a Carlyle en la adoración de los despotismos desmesurados y de cualquier tipo de fuerza. Excusó la esclavitud en los Estados del sur. Se convirtió en un panegirista ferviente del gobernador Eyre de Jamaica. Cuando dos posturas eran válidas ante cualquier cuestión de la política humana, sin dudarlo tomaba la equivocada. Nada durante largos años ha sido, creo, más repulsivo y a su modo, más dañino que la basura sobre la «fuerza» que tanto difundió y glorificó Kingsley.
Entretanto su energía irreprimible le estaba conduciendo imparablemente hacia nuevos campos de trabajo. Nunca le dio tiempo para pensar. En el momento en que cualquier idea le asaltaba, se precipitaba y la plasmaba en la forma de un libro o de un ensayo. Escribió novelas históricas, novelas filosóficas, y novelas teológicas. Escribió poesía, cantidades de poesía, volúmenes de poesía. El espíritu de la poesía realmente le poseyó y consiguió escribir cosas mejores con el hexámetro que muchos buenos poetas. Durante bastante tiempo surgió una escuela entusiasta de seguidores que juraban que él era uno de los grandes poetas ingleses del siglo. Publicó innumerables ensayos, tratados, conferencias y sermones. Parece ser que se decidió a publicar en formato libro todo lo que había escrito o sobre lo que había hablado. Inundó los periódicos líderes con cartas sobre cualquier temática. Fue nombrado catedrático de historia moderna de la Universidad de Cambridge [217/218], situada en Cambridge, cuando falleció Sir James Stephen, y se involucró inmediatamente en una serie de conferencias, que también inmediatamente se publicó en libro. Por qué las publicó, es difícil explicarlo incluso si se estima que fue por vanidad porque con una brusquedad característica comenzó su curso con el reconocimiento de que en realidad no sabía nada en concreto sobre las materias acerca de las cuales se había comprometido en instruir a la Universidad y al mundo. Sin embargo, suplió con la valentía cualquier aspecto del que carecía en conocimiento. Atacó valientemente la teoría positiva de la historia de Comte, Mill, Buckle, Darwin y de cualquier otro. Dejó perfectamente claro muy pronto que desconocía incluso lo que estos autores profesaban enseñar. Negó rotundamente que existiera algo semejante a una ley inexorable en la naturaleza. Probó que incluso la supuesta ley de la gravedad no es bajo ningún concepto el tipo de ley rígida y universal que Newton y sus partidarios supusieron. ¿Cómo, se puede preguntar, lo probó? En las siguientes palabras: «Si elijo coger una piedra, la puedo sostener en mis manos, no se cae al suelo y no lo hará hasta que yo la deje. Lo mismo ocurre con la acción inevitable de las leyes de la gravedad». Este modo de abordar la cuestión puede parecer a muchos lectores nada mejor que notorias bufonadas. Pero Kingsley era tan solemne y tan serio como una tumba. Creía plenamente que estaba refutando a los pedantes que creían en la acción inevitable de la ley de la gravedad cuando hablaba de sostener una piedra en su mano. Que un hombre impulsivo e ilógico hablara de improviso de semejantes tonterías, incluso desde la cátedra de un profesor universitario, no es ni mucho menos maravilloso, pero sorprende un poco que lo viera impreso, lo revisara y lo publicara sin darse nunca cuenta de su naturaleza absurda.
[El ataque funesto de Kingsley a Newman
Con el mismo espíritu precipitado el señor Kingsley se precipitó en la famosa controversia con el doctor John Henry Newman. Ya he aludido, al escribir del doctor Newman, a esta controversia que durante un tiempo excitó un gran interés y de hecho se convirtió en una gran diversión en Inglaterra. Sólo me refiero a ello ahora como ilustración de un fanatismo sorprendente, carente del poder de pensamiento que caracteriza al autor de Alton Locke. El doctor Newman predicó un sermón sobre «La sabiduría y la inocencia». El señor Kingsley se salió de su terreno para debatir y comentar este sermón y públicamente declaró que su doctrina era una exhortación para desconsiderar a la verdad. «El doctor Newman nos informa de que la verdad no necesita y en general no debería ser una virtud en sí misma». Por supuesto esto fue una acusación tan grave como la que posiblemente pudiera hacerse en contra de un profesor religioso. Fue doblemente odiosa y ofensiva para el doctor Newman porque supuso el renacimiento de una acusación antigua y familiar en contra de la Iglesia en la que recientemente había ingresado. Kingsley lo hizo de un modo descortés y descuidado como si fuera algo reconocido e irrefutable, como si alguien fuera a decir, «Horace Greeley nos informa de que una tarifa proteccionista es útil a menudo», o «Henry Ward Beecher está a favor de un levantamiento en breve». Newman escribió con una cortesía atrevida para preguntar en qué pasaje de sus escritos se podía encontrar tal doctrina. Por supuesto que nada por el estilo se podía encontrar. Si hubiera sido posible concebir en nuestros días un adivino así que defendiera tal doctrina, podemos estar completamente seguros de que nunca lo publicaría. Todo el mundo conocía a Newman como el devoto más puro y austero de lo que él creía ser la verdad. Había sacrificado la carrera más brillante en la Iglesia de Inglaterra por sus convicciones y, es raro decirlo, había conservado sin embargo la admiración y el afecto de aquellos a cuyo compañerismo había renunciado. A Kingsley sólo le quedaba un único camino en la justicia y en el sentido común. Debería francamente haberse arrepentido. Debería haber confesado que había hablado sin pensar, que había dejado escapar impulsivamente las palabras sin observar la gravedad de [218/219] la acusación que contenían y que lo lamentaba. Pero no lo hizo. Publicó una carta en la que dijo que el doctor Newman había negado que su doctrina llevara el significado que el señor Kingsley le había asignado, y que él (Kingsley) sólo podía expresar su arrepentimiento por haberle malinterpretado. Esto fue casi tan negativo como la primera acusación. Transmitía claramente la idea de que salvo por la explicación y negación subsiguiente del doctor Newman, se entendía que ciertas palabras portaban el odioso significado atribuido a ellas. El doctor Newman volvió a la carga, de nuevo con una urbanidad fría que no puedo evitar pensar que Kingsley malinterpretó por debilidad o temor. Señaló que él nunca había negado nada, que para él no había nada que negar, que el señor Kingsley le había acusado de enseñar una doctrina ciertamente odiosa y por lo tanto pedía al señor Kingsley que aislara el pasaje que contenía esa doctrina o que confesara francamente la inexistencia de tal pasaje. Kingsley en seguida tomó el curso peor, más injusto y más absurdo que un hombre pudiera posiblemente seguir. Kingsley comenzó a trabajar para cuestionar a Newman mediante argumentos constructivos, extraídos de la tendencia general de su enseñanza, una creencia en la doctrina de la cual era incapaz de encontrar cualquier afirmación específica. De modo que reabrió la controversia que se convirtió en todo un acontecimiento en su época, y dio a todo el mundo qué hablar. Se puede describir el intelecto de Newman como el homólogo de Stuart Mill o de Herbert Spencer. Era un perfecto maestro de la ciencia polémica. Podía escribir, cuando lo estimaba conveniente, con una agudeza sarcástica y vitriólica. Cuando había permitido que Kingsley se enfrascara lo suficiente, Newman abrió con toda justicia fuego y el resto del debate fue como un duelo entre un jugador de porra torpe y obstinado procedente de un pueblo y algún profesor experto en la ciencia del estoque procedente de París o Viena. Lo que no fue para nada divertido sobre la controversia fue el abierto antagonismo en el que puso a Kingsley con respecto a su propia enseñanza. Intentó gratuita y absurdamente acusar al doctor Newman de indiferencia hacia la verdad, porque Newman creía en los milagros de los santos. Kingsley argumentaba que un hombre con el intelecto de Newman no podía creer en cosas semejantes si profundizaba en ellas. Y de hecho no investigó en ellas; enseñó que no debían cuestionarse sino aceptarse como ortodoxas. Por lo tanto mostró que los vínculos preferían a la ortodoxia antes que a la verdad, «la verdad, la virtud capital, la virtud de las virtudes, sin la cual todas las demás están perdidas». Ahora bien, eso suena muy bien y todos estamos de acuerdo con lo que dice Kingsley sobre la verdad. Pero Kingsley no hacía mucho que había estado asediando al obispo Colenso (Bishop Colenso) por su infidelidad. Kingsley se declaró impresionado ante la publicación de una obra como la del doctor Colenso que afirmaba y ejercía una licencia para la investigación que a él le parecía «todo menos reverente». Puso los nítidos cimientos de que la libertad de crítica religiosa debía ser «reverente» y «¡dentro de los límites de la ortodoxia!». No estoy desafiando a la doctrina del señor Kingsley en cuanto al límite de la investigación religiosa. No forma parte de mi propósito. Pero es perfectamente obvio que si limitar la investigación dentro de los límites de la ortodoxia muestra una indiferencia hacia la verdad en John Henry Newman, la misma práctica debe ser evidencia de una desconsideración similar en Charles Kingsley. Por supuesto, Kingsley nunca pensó sobre ello, jamás pensó para nada en el asunto. Por una parte, no le gustaba la enseñanza de Colenso y por otra, la de Newman. Dijo que esto fue lo primero que le vino a la cabeza en contra de cada uno y nunca prestó atención al hecho de que el reproche que utilizó en el primer caso era completamente inconsistente con el pronunciado en el otro. No creo, sin embargo, que la controversia perjudicara a Kingsley. Nadie esperó nunca de él un argumento coherente o racional. La gente se divirtió y rió, y quizá se preguntaron por qué el doctor Newman se [219/220] preocupó por el asunto. Pero Kingsley siguió siendo popularmente estimado tanto como antes, torpe, susceptible, conflictivo, pero lleno de una imaginación brillante y en el fondo, plenamente seguro.
Así, Charles Kingsley está siempre vigente. Recientemente ha estado describiendo parte del paisaje de las Indias Occidentales y proclamando las virtudes de las comidas australianas hechas en pucheros. Ha entregado toda su alma a la cuestión culinaria australiana. Los periódicos se han visto invadidos de cartas suyas cuya intención perseguía probar al mundo qué bueno y barato es comer el cordero y la carne de res traída de Australia en latas. Creo que el señor Kingsley reconoce que toda su energía y elocuencia no ha estado a la altura de la tarea de persuadir a sus criados para comer la comida excelente que él mismo quiere tener en su mesa. Ha estado también sermoneando sobre la templanza y pronunciando una filípica en contra de Darwin. Asimismo, ha escrito un artículo condenando y despreciando el espíritu crítico moderno. Insiste en que hay una regla, «por la cual todos deberíamos juzgar todas las opiniones humanas, los esfuerzos, las personalidades», esto es, ¿están intentando, aunque torpemente, curar el sufrimiento físico, la debilidad, la deformidad, la enfermedad, y hacer con los cuerpos humanos lo que Dios quiera de ellos?... Si es así, no debemos juzgarlos más. Dejemos que escapen de nuestra crítica. Dejemos que su credo nos parezca defectuoso, sus opiniones fantásticas, sus medios irracionales. Dios es quien debe juzgar esto, no nosotros. Están intentando hacer un bien, y por lo tanto son hijos de la luz». Éste no es quizá el espíritu con el que el propio Kingsley criticó a Newman o a Colenso. Pero si le juzgamos según el principio que recomienda, sin duda que alcanzará un puesto alto, porque nunca he escuchado a nadie cuestionar su sinceridad y su honesto propósito para hacer el bien. Indudablemente, es a menudo terriblemente provocador. Su impulsividad femenina y casi histérica, y su devoción anticuada y feudal hacia el rango son difíciles de soportar siempre sin un lenguaje subido de tono. Su absoluta ausencia de compasión hacia la emancipación política es una debilidad lamentable. Su arrogancia y egoísmo a menudo le convirtió en un objeto ridículo. Aún así, tenía un corazón honesto e intentó hacer el trabajo de un hombre y es uno de esos que harían, si pudieran, de la Iglesia inglesa una influencia viva, activa y omnipresente. Como predicador y pastor, me recuerda a menudo al reverendo Henry Ward Beecher, aunque por supuesto que se encuentra muy por debajo del señor Beecher en todos los talentos oratorios así como en la instrucción política, pero posee la misma naturaleza entusiasta e ilógica, el mismo temperamento vigoroso y autosuficiente, la misma tendencia a «desbordarse», la misma energía generosa en cualquier causa que a él le parece buena.
De esto se deducirá que mi estima por el señor Kingsley como autor no es muy alta. Puede describir admirablemente un paisaje de luz difusa, y puede vigorosamente hacer resonar los cambios en una o dos ideas, el inglés muscular, la gloria de los descubridores isabelinos, y así sucesivamente. Es un erudito, y ha escrito versos que en ocasiones pueden ser equivalentes a la poesía gracias al sentimiento que el poeta vierte sobre ellos. Puede hacer muchas y grandes cosas muy inteligentemente. Pertenece a una familia inteligente. Su hermano, Henry Kingsley, es un novelista enérgico y gallardo, al que los críticos desprecian bastante, pero cuyos libros siempre tienen grandes tiradas y destacan nítidamente. Quizá si Charles Kingsley hubiera hecho menos, podría haberlo hecho mejor. La capacidad humana es limitada. No es dado a los mortales ser un gran predicador, un gran filósofo, un gran erudito, un gran poeta, un gran historiador, un gran novelista, un párroco infatigable, y un hombre de éxito en la sociedad de moda. El señor Kingsley nunca pareció decantarse por una de estas vocaciones de modo especial ni a pesar de toda su versatilidad profundizó en muchos aspectos [220/221], el resultado de lo cual ha sido, en lo concerniente al éxito, que nunca ha llegado a dominar ninguno. Su lugar en las letras hace tiempo que ha sido fijado. Desde !Westward Ho¡ a más tardar, nunca ha añadido medio codo a su estatura. El «sacerdote cartista» ha ido, por una parte, creciendo más y más aristocráticamente, iliberalmente e incluso servilmente en política. Su discurso sobre la recuperación del Príncipe de Gales fue la hipérbole de la lealtad más anticuada, un discurso digno de Filmer, y completamente fuera de lugar en el siglo actual. El Cristianismo muscular se ha hundido y marchitado hace tiempo. El catedrático de historia moderna fue un fracaso y ha sido rendido. Darwin sigue floreciendo y no estoy seguro del éxito de la carne de vaca australiana. Todo esto reconocido, no obstante, debe admitirse que habiendo fallado en esto, en aquello y en lo de más allá, y nunca probablemente logrando un éxito real y duradero, Charles Kingsley ha sido una influencia y un nombre destacado en la época victoriana. No puedo, de hecho, imaginar esa época sin él, aunque su presencia a veces sólo se asocia a ella del mismo modo que Malvolio con la corte de la bella dama en Noche de reyes. Hombres con un intelecto muy superior han dejado notar su presencia mucho menos e imprimido su imagen mucho menos claramente en la mentalidad de sus contemporáneos. Él es un ejemplo de lo mucho que se puede hacer mediante un temperamento enérgico, con una fe inquebrantable en sí mismo, una ausencia del sentido del ridículo, una compasión apasionada y una riqueza de poder descriptivo medianamente poética. Si alguna vez tuviéramos una mujer en el Parlamento de Inglaterra, Charles Kingsley debería ser su capellán porque no conozco a ningún hombre inteligente cuya mente y temperamento ilustre más adecuadamente la impulsividad ilógica, la rapidez de los cambios emocionales, la vehemencia generosa, y a menudo obstinada, las palabras fervientes y abundantes, la frescura viva de la descripción carente de análisis y otras peculiaridades varias que, justa o injustamente, el mundo ha estado generalmente de acuerdo en considerar como las características especiales de una mujer.
Referencias
McCarthy, Justin. Modern Leaders: Beings a Series of Biographical Sketches. N. Y.: Sheldon & Company. 1872.
Modificado por última vez el 3 de julio de 2007; traducido diciembre 2009