Cuando conocí por primera vez a Thomas Hood, su suerte no iba sino en aumento; cuando le vi por última vez, estaba en su lecho de muerte. Sus cuarenta y seis años de vida, desde la cuna hasta la tumba, habían transcurrido en un estado de salud tan débil que cada día había un temor perpetuo de que “la cadena de plata se quebrara y el cuenco de oro se rompiera”. El continuo sufrimiento físico no era el único calvario al cual estaba sometido este delicado espíritu. El mundo no oyó ningún gemido de sus labios; su pluma nunca hizo un solo llamamiento de compasión; su gran corazón resistió en silencio y, sin un murmullo de queja, murió. No obstante, ya no es ningún secreto que durante muchos años él tuvo una lucha feroz con la pobreza, sin gozar de ningún lujo y con pocas comodidades; sus ingresos procedían “del trabajo de cada día para el pan de cada día”. Un esqueleto estuvo siempre de pie junto a su cama, burlándose de él por ser “un tipo muy divertido y de enorme fantasía”: convirtiendo aquellas “salidas de tono que hacían desternillarse de risa a todos los comensales” en una sucesión de sollozos. Mientras que casi todas las salas de estar, los áticos y las cocinas, con gente de toda clase y orden social, se divertían con las brillantes fantasías y el humor genuino de Thomas Hood, él estaba soportando dolor corporal y angustia mental. Casi todas sus pintorescas metáforas conceptuales, sus salidas juguetonas y su chispa verbal se entregaron al impresor desde la cama en la cual [135/136] él escribía, apoyado entre almohadas. Así ocurrió todos los días, constantemente, hasta el día en que su alma se liberó del cuerpo.

Aun así, tenía un espíritu cordial y amable que habitó en una frágil vasija de barro. A pesar de que su existencia consistió, más que en una vida, en una larga enfermedad, Hood estaba libre de toda carga de amargura y dureza. Sintiendo una gran empatía por el sufrimiento de otros, era una persona completamente desinteresada, y siempre cortés, considerada y amable. Aunque sus temas continuamente trataban la parodia burlesca, él nunca cayó en la sátira personal. No encontramos ningún pasaje que pudiera haber herido a alguien. Su ingenio nunca rayó en la falta de decoro; tampoco su musa burlona trató un tema solemne o sagrado con ligereza o indiferencia.

En la vieja Casa Brandenburgh (en Hammersmith) había una vez un busto de Comus; el pedestal, según Lysons, llevaba esta inscripción que cito a continuación, ya que viene tan a colación al hablar de Hood:

“Venid, todas las musas, sin restricción;

Dejad que el genio provoque y la fantasía pinte;

Dejad que el ingenio, la alegría, y la trifulca amistosa

Den caza a la gris melancolía que entristece la vida;

El verdadero ingenio, que firma la causa de la virtud,

Respeta la religión y las leyes;

La verdadera alegría, que proporciona jovialidad

A los oídos modestos y los ojos decentes.”

"Come, every muse, without restraint;
Let genius prompt and fancy paint;
Let wit and mirth, and friendly strife,
Chase the dull gloom that saddens life
True wit, that firm to virtue's cause,
Eespects religion and the laws;
True mirth, that cheerfulness supplies
To modest ears and decent eyes."

Sin embargo, el mundo ha hecho justicia a Thomas Hood, y él no es “una serpiente sorda ante la voz del encantador”. La razón, no menos que las Sagradas Escrituras, nos dirá que cosechamos lo que sembramos; que el conocimiento de las buenas o malas acciones se conserva después de la vida; que la muerte no puede destruir la conciencia. Aprendemos de la Palabra Divina que nuestras acciones realmente nos siguen. La humanidad es y será, mientras los hombres y las mujeres puedan leer u oír, deudora de Thomas Hood.

“¿Porqué no vienen los espíritus desde los reinos de
gloria
Para visitar la Tierra como en los días de antaño,

Los tiempos de las antiguas escrituras y la historia sagrada?

¿Está el Cielo más distante? ¿O se ha enfriado la Tierra?”

“Al aire de Belén dieron su último himno.

¿Cuándo las otras estrellas ante Él se debilitaron?

¿Fue conocida su última presencia en la prisión de Pedro,
O dónde los mártires aclamantes alzaron el himno?”

Why come not spirits from the realms of glory
To visit earth as in the days of old —
The times of ancient writ and sacred story?
Is heaven more distant 1 or has earth grown cold?

"To Bethlehem's air was their last anthem given,
When other stars before the One grew dim?
Was their last presence known in Peter's prison!
Or where exalting martyrs raised the hymn?"

Thomas Hood era un “cockney”, nacido el 23 de mayo de 1799 en Poultry, cerca de Bow Bells. Su padre vivía y trabajaba allí como socio en una firma de editores: Verner, Hood y Sharpe1. Él estaba vinculado por contrato a su tío, el señor Eobert Sands, un grabador, y parece que trabajó un tiempo con el buril; pero las muestras que nos ha dejado, aunque sugestivas de humor y ricas en fantasía, no suministran pruebas de que él habría sobresalido como artista2. De hecho, es obvio que él no “se entregó” a la profesión, ya que la abandonó pronto y se convirtió en un hombre de letras; encontró su primer empleo en 1821, como una especie de subeditor de London Magazine.

Hood's autograph

Manuscrito con la letra de Hood de “La canción de la camisa” (en el original está impreso en el lateral de la página 137).

Alguien que le conocía en su infancia me lo describió como un niño singular, silencioso, que se aislaba, de humor bastante calmado y salud al parecer delicada. También conocí a otro amigo de su juventud, un tal señor Mason, grabador de madera, que me contó que el joven poeta ya “apuntaba” desde temprana edad; que, cuando era sólo un niño, hacía continuamente comentarios perspicaces y punzantes sobre temas de los que se suponía que no sabía nada; que cuando parecía estar haciendo caso omiso a una conversación, de pronto venía con alguna observación que mostraba que había asimilado todo lo dicho; y que, de muy niño, solía hacer a menudo algún comentario pertinente que provocaba una sonrisa o una carcajada.

Hood se casó, el 5 de mayo de 1824, con la hermana de su “amigo” Reynolds. Era un matrimonio feliz, aunque ambos fueran pobres; y era “el Amor” el que “encendía el fuego en su cocina”. Ella fue su compañera, consejera y amiga durante el resto de su agitada vida, el paño de lágrimas en quien confiaba; con amor y fe mutuos a lo largo de su agotadora peregrinación, recreando el cuadro dibujado por otro poeta:

“Así como para el arco es la cuerda,

para el hombre es la mujer.

Aunque ella le moldee, le obedece;

Aunque ella tire de él, sin embargo le sigue;

Inútil es uno sin el otro”.

"As unto the bow the cord is
So unto the man Is woman.
Though she bends him she obeys him;
Though she draws him, yet she follows;
Useless one without the other."

Winchmore Hall Wanstead

Izquierda: la residencia de Hood en Winchmore Hall. Derecha: la residencia de Hood en
Wanstead. Haga clic en la imagen para agrandarla.

Cuando los conocí por primera vez, ellos vivían en habitaciones en el número 2 de Robert Street, Adelphi. Hood estaba escribiendo para London Magazine, de forma ya remunerada, puesto que se mudaron de sus habitaciones alquiladas en Adelphi (donde tuvieron un niño, que murió en el infancia), primero a una agradable casita de campo (entonces llamada "Eose Cottage") en la Colina Winchmore (donde nació su hija Fanny, la señora Broderip), y no mucho después, a una casa realmente grande en Wanstead (llamada “Lake House”), con amplios terrenos. Él perdió una suma considerable de dinero en cierta especulación editorial; y aquella pérdida en los inicios de su carrera fue la causa de su vergüenza posterior. El joven “Tom” nació en Lake House. Ésta era en su origen la sala de banquetes de la Casa Wanstead (la mansión de Wellesley Pole), y entre las dos [137/138] había un lago, ahora reducido a un canal. He grabado ambas residencias del poeta.

Su conexión con London Magazine facilitó la cercanía con muchos de los espíritus más brillantes de su tiempo, quienes apreciaban al genio y gustaban de la naturaleza cordial del hombre. El más destacado de aquellos que trabaron una afectuosa amistad con él fue Charles Lamb.

Debido principalmente a su mala salud, Hood y su esposa participaron poco en la sociedad; así fue, de hecho, en todos los períodos de sus vidas. La soledad relativa era, por tanto, el destino del poeta. Pero este sacrificio no implicaba una total abnegación. Con esposa, niños y amigos era fácil de contentar y, aunque sin duda apreciaba las alabanzas, tampoco tuvo un gran apetito por el aplauso.

Su larga estancia en el extranjero, en Coblentz y Ostende, era hasta cierto punto obligatoria.3 Su editor era un ansioso acreedor (si es que fue en realidad un “acreedor”, de lo cual tengo razones para dudar). No sin dificultad, regresó a Inglaterra en el año 1839. Reanudé mi trato con él en la pequeña vivienda que ocupó en Camberwell. Él se encontraba allí para estar cerca de [138/139] su buen amigo, el doctor Eobert Elliot (hermano del doctor William Elliot; ambos sentían gran cariño por el poeta), “un amigo en la necesidad, un amigo de verdad”.4

No es necesario para mi propósito el pasar revista a las obras de Thomas Hood. Fueron muy variadas: novelas y poemas (tanto serios como cómicos) que llenaron siete volúmenes (exclusivos de los dos volúmenes del propio Hood), recopilados por su hija y su hijo. Casi la totalidad de éstos fueron escritos no sólo mientras le acosaban problemas financieros, sino también bajo la influencia deprimente de un gran sufrimiento corporal. Así ocurrió también con el más alegre de sus poemas, “Miss Kilmansegg”, compuesto durante breves intervalos de dolor físico, que habrían supuesto [139/140] para casi cualquier otra persona una excusa suficiente para el cese completo del trabajo. Y quizá también lo podrían haber sido para él, pero era absolutamente necesario trabajar duro cada día para poder comer todos los días. Aunque en esa misma época el Fondo Literario le había transferido, sin él solicitarla, una suma de 50 libras, Hood la devolvió, “esperando superar sus problemas como había hecho hasta la fecha”. Entonces hubo un destello de resplandor en el cielo durante tanto tiempo oscurecido. En 1841, Theodore Hook murió, y Hood se convirtió en el editor de la nueva revista Monthly Magazine. “Justo en ese momento”, escribe la señora Hood, “estábamos muy cerca de la pobreza”. Se mudaron de Camberwell al número 17 de Elm-Tree Road, St. John’s Wood. Sin embargo, Hood no conservó durante mucho tiempo su cargo de editor: las diferencias que habían surgido entre él y el señor Golburn le indujeron a crear en solitario una revista.

Mientras tanto, un accidente totalmente inesperado consiguió aquello que no habían logrado tantos años de trabajo: Hood se hizo famoso. En el número de Navidad de  Punch, en 1843, apareció “La canción de la camisa” (“The Song of the Shirt”). Ésta se expandió por todo el país como un fuego incontrolable, se reimprimió en cada periódico del reino, aunque de forma anónima, y había un gran deseo de saber quién era el autor. Él había estado tanto tiempo ausente del ejercicio activo de su “vocación” de poeta que cuando su poesía irrumpió en el mundo, había muchos para quienes el nombre del escritor era “nuevo”.

En enero de 1844 se publicó la revista Hood's Magazine. Él trabajó como un esclavo para darle éxito a aquella empresa. Era, de una forma triste, “Propiedad de Hood”: había un “propietario”, pero no tenía “medios”; se hizo un esfuerzo para prescindir de un editor; se iba cambiando de impresor constantemente; la revista rara vez aparecía a tiempo. El disgusto le provocó la enfermedad: se inquietaba terriblemente, había una gran preocupación en torno a la solvencia de su co-propietario, un hombre que había “vivido demasiado tiempo en el mundo para ser esclavo de su conciencia”. Los autores infelices, que son sus propios editores (terratenientes en Utopía), quedan advertidos por el destino de Thomas Hood y su “especulación” en su propio beneficio. Fue un fracaso y, si hubiera sido un éxito, sin duda se habría convertido en propiedad de un editor.

El número de junio, el sexto número de Hood’s Magazine, contenía el anuncio de que el 23 de mayo Hood había estado esforzándose por continuar una novela que había comenzado; que el día 25, “sentado en la cama, trató de inventar y dibujar unos diseños cómicos, pero el esfuerzo excedió sus fuerzas y fue seguido del delirio errante de un agotamiento nervioso total”. Dos de las “fantasías de la habitación del enfermo” fueron publicadas en el número de junio. Una es “Hood’s Mag” —una urraca con la capucha de un halcón—. La otra, “Las disculpas del editor” (“The Editor’s Apologies”), es un dibujo de un plato de sanguijuelas, una ampolla, una taza de gachas y tres frascos etiquetados; según un escrito inferior, esto sugiere el triste pensamiento de cómo la comida de la alegría se consigue por medio de esfuerzos hostigadores, y con qué frecuencia los placeres de muchos se obtienen por el amargo sufrimiento y la resistencia lastimera de UNO.

Aun así, tres de las cartas más agradables que compuso fueron escritas poco después a los tres hijos de su querido y constante amigo, el doctor Elliot.

Sin embargo, Hood se recuperó lo suficiente para reanudar el trabajo para su revista, y muchos buenos amigos estaban deseosos y listos para ayudarle —autores que fueron ampliamente recompensados por saber que podrían servir así al autor de “La canción de la camisa” [140/141]. “Debo morir con las botas puestas, ya sea como Héroe o como Caballo”, le escribía a Bulwer Lytton el 30 de octubre de 1844. La muerte se aproximaba cada vez más, pero antes de su inminente llegada un rayo de sol iluminó su lecho de muerte: Sir Robert Peel le concedió una pensión de 100 libras al año a Hood, o más bien a la que pronto iba a ser su viuda. Era una suma pequeña, un pobre regalo de su país como compensación por el trabajo que había realizado; pero fue bienvenida, ya que fue la única ayuda jamás recibida que no suponía un pago directo por el trabajo duro —“un trabajo duro, difícil e incesante” hasta el final. Hood se estaba muriendo cuando llegaron las “buenas nuevas”; aún así, a mitad de noviembre de 1844, él “difundió una hoja de diversión navideña” y “dibujó algunos recortes” para su revista. Como él mismo decía, estaba “tan cerca de las puertas de la muerte, ¡que creía casi poder oír el crujido de los goznes!”. Sus amigos estaban junto a él con pequeños obsequios de afecto: vinieron para darle su “despedida”; y para todos ellos Hood tenía palabras y pensamientos amables.

Murió el 3 de mayo de 1845, y el día 10 fue enterrado en el cementerio de Kensal Green.

Aproximadamente siete años después, se aumentaron las suscripciones, principalmente debido a los esfuerzos de un espíritu afín, Eliza Cook (con quien se originó la idea), y se erigió un monumento a su memoria, diseñado y realizado por el escultor, Matthew Noble. El 18 de julio de 1854 el monumento fue descubierto en presencia de muchos de los amigos del poeta, y Monckton Milnes (ahora Lord Houghton) pronunció una oración fúnebre junto a la sepultura que cubría sus restos. Para levantar aquel monumento, contribuyeron lores y hombres ilustres; pero seguramente el mayor honor —y un homenaje aún mejor y más puro en su memoria— fue el que le rindieron las “pobres costureras”, cuyas ofrendas eran unos pocos peniques, colocados con reverencia y afecto sobre la tumba de su gran defensor: un compañero de trabajo, cuyo esfuerzo había sido tan duro, constante y mal recompensado como el suyo propio.

Thomas Hood de Matthew Noble.

En persona, Hood era de mediana estatura, delgado y de aspecto enfermizo, de tez cetrina y rasgos secos, de expresión tranquila y rara vez alterada, como para indicar bien el patetismo, bien el humor que debieron de estar siempre funcionando en su alma. El suyo era, en efecto, un semblante más melancólico que alegre: había calma, hasta la solemnidad, en la parte superior de la cara, alguna vez que otra aliviada, en público, por el juego elocuente de la boca o el destello de un ojo observador. Conversando no era de ningún modo brillante. Cuando se inclinaba por juegos de palabras, cosa que no ocurría muy a menudo, parecía como si su ingenio fuese producto de la reflexión, y no del instinto, como he notado en otros hombres que se han hecho famosos por ello, que son dignos de admiración en multitudes y cuya animación se parece a una caja de resonancia, que produce un gran ruido al más ligero toque cuando los oyentes son muchos y los aplausos están asegurados.

Hemos estado tan acostumbrados a tratar a Tom Hood como un “bromista” que perdemos de vista el profundo y conmovedor patetismo de sus poemas más serios. Por supuesto, todos están familiarizados con “La canción de la camisa” y “El puente de los suspiros” (“The Bridge of Sighs”), pero a lo largo de sus muchos volúmenes hay poemas de incomparable valor, llenos del más alto refinamiento y del sentimiento más puro y casto.

House in which Hood died

La casa en la que murió Hood. Haga clic en la imagen para agrandarla.

A mí me dio esta impresión de él mientras escribía sus memorias en el “Libro de las gemas” (“Book of Gems”), para las que no recibí ninguna sugerencia de Hood a consecuencia de su ausencia de Inglaterra; algún tiempo después recibí una carta suya que expresaba con vehemencia [141/142] la gratificación que yo le había proporcionado. No estaba en su naturaleza, creo yo, ser un equivoquista, quizá tampoco ser ingenioso. [Nota de Hall: Talfourd así le retrata: — “Hood, tan solemne y triste, que uno se quedaba asombrado al observar en él un torrente de mil fantasías alocadas, el detector de los brotes más íntimos del patetismo, y el poderoso reivindicador de la pobreza y trabajo duro antes de los corazones de los prósperos”.] Las mejores cosas que he oído decir a Hood son las que decía cuando yo estaba a solas con él. Nunca le he visto reírse con ganas, ya sea en público o en sus rimas. Los temas que elegía tratar eran normalmente graves y sombríos; aun así, su fantasía juguetona a veces se ocupaba de frivolidades, y en ocasiones su imaginación se recreó con la naturaleza de una forma particularmente suya. Sin embargo, él estaba por lo general animado y a menudo alegre cuando se encontraba “en el seno de su familia”, pudiendo entonces reírse sinceramente, según me cuentan; y cuando tenía una salud razonablemente buena, estaba “tan lleno de diversión como un colegial”. Él quería a los niños con todo su corazón; le encantaba brincar con ellos como si fuera uno más, hablarles de una forma que ellos entendieran y contarles historias sacadas de libros antiguos o inventadas para la ocasión, que ellos pudieran comprender y recordar. [Nota de Hall: su hijo e hija han conservado e impreso algunas de estas historias “improvisadas”.] Había algo más en su verso que mera poesía:

“Una bendición en sus alegres corazones,

Tales lectores yo elegiría,

Porque ellos rara vez critican,

¡Y nunca escriben reseñas!” [142/143]

"A blessing on their merry hearts,
Such readers I would choose,
Because they seldom criticise,
And never write reviews!" [142/143]

La literatura era, tal como él lo expresa, su “solaz y consuelo entre los extremos de los problemas mundano y la enfermedad”, “manteniéndole en un estado mental de jovialidad y alegría perfectas”. Bien podría él añadir: “Mis humildes obras han fluido de mi corazón así como de mi cabeza, e independientemente de sus errores, son tal y como he sido capaz de contemplar con compostura cuando más de una vez el Destructor adquirió una presencia casi visible”.

¡Pobre hombre! Él estaba deseando estar lejos de la tierra cuando le vi por última vez; luchando por liberar la “chispa de vida de la llama celestial”, yaciendo sobre su lecho de muerte, cuidado y atendido por su buena y amante esposa, quien le sobrevivió solamente unos pocos meses:

“Ella por poco tiempo intentó

Vivir sin él, no le gustó, ¡y murió!”

"She for a little tried To live without him5
liked it not — and died!"

Pero él vivió lo suficiente como para saber que Sir Robert Peel le había asignado una pensión a su mujer —pensión que posteriormente recibieron sus hijos. ¡Aquel consuelo, aquel alivio, aquella bendición vino de su país hasta su lecho de muerte!

¡Honorado sea el nombre de Sir Robert Peel! ¡Gran estadista y buen hombre! No ocurre a menudo que hombres como él se sienten en lo más alto. ¡Que la Ciencia, el Arte y las Letras consagren su memoria! Fue él quien le susurró “paz” a Felicia Hemans,6 cuando se estaba muriendo, pidiéndole que no se preocupara por aquellos seres queridos que dejaba atrás en el mundo. Fue él quien hizo posible que el gran Wordsworth cortejara a la Naturaleza imperturbable; fue quien aligeró el tedioso trabajo de su escritorio de oficina al poeta cuáquero Bernard Barton; fue quien sostuvo los pasos vacilantes de Robert Southey, e hizo que la tranquilidad reemplazara al terror en su sobrecargado cerebro. De él provenía la luz del sol en el sombrío hogar de James Montgomery. Fue su mano la que abrió los postigos de la habitación del enfermo y dejó entrar la luz de la esperanza y del cielo al lecho de muerte de Thomas Hood.

Sea o no verdad que Addison llamó a su hijastro, Lord Warwick, a su lecho de muerte, “para que así viera cómo podía morir un cristiano”, cierto es que la anécdota a menudo se cita como un estímulo y un ejemplo. Tal situación vemos, en el caso de Thomas Hood, ocurriendo ante nuestros propios ojos; cerrándose una vida, no de gloria y triunfo, no de prosperidad y recompensa, sino de largo sufrimiento en cuerpo y mente, de paciente fortaleza, de humilde confianza, de esperanza segura y cierta en la perfección de la santa fe. Sí, se le puso a prueba en el horno de la tribulación, y la batalla por su vida terminó de la misma manera, mientras que recibía la “Paz”. [143/144]

Éstas fueron las últimas líneas que escribió:

¡Adiós, Vida! Mis sentidos flotan,

Y el mundo se vuelve borroso;

Una multitud de sombras nubla la luz,

como el advenimiento de la noche, —

Más y más frío, y más frío aún,

Hacia arriba se escabulle un vapor frío;

Fuerte se vuelve el olor terrenal —

¡Huelo el moho sobre la Rosa!

¡Bienvenida, Vida! El espíritu lucha, 

La fuerza retorna y la esperanza revive;

Los miedos nublados y las formas desoladas

Vuelan como sombras de la mañana —

Ahí viene una flor sobre la tierra, —

Luz soleada para la melancolía huraña,

Perfume caliente para los fríos vapores, —

¡Huelo la Rosa sobre el moho!

Farewell, Life! my senses swim,
And the world is growing' dim;
Thronging shadows cloud the light,
lake the advent of the night, —
Colder, colder, colder still,
Upward steals a vapour chill;
Strong the earthly odour grows, —
I smell the mould above the Rose!

"Welcome, Life! the spirit strives,
Strength returns and hope revives;
Cloudy fears and shapes fornlorn
Fly like shadows of the morn —
O'er the earth there comes a bloom, —
Sunny light for sullen gloom,
Warm perfume for vapours cold, —
I smell the Eose above the mould:"

En una de las cartas que recibí por aquél entonces de su fiel, verdadero y constante amigo, F. O. Ward, él me escribe: “Él veía la llegada de la muerte con gran alegría, aunque sin rozar la frivolidad; y anoche, cuando vinieron sus amigos, Harvey y otro, él les ofreció subir, pidió que nos trajeran vino y nos hizo beber a todos una copa con él, ‘para que pudiera recordarnos como amigos, como en los viejos tiempos, y no como empresarios de una funeraria’. Durante cerca de una hora conversó a su manera juguetona de antaño, de vez en cuando con alguna palabra llena de sentimientos profundos y tiernos. Cuando me marché, él se despidió y me besó, derramando lágrimas y diciendo que quizá nunca nos volveríamos a ver”.

Tengo la copia del propio Hood de la última carta que escribió; está dirigida a Sir Robert Peel:

“ESTIMADO SEÑOR:

“No podremos volver a vernos en persona. Habiendo desistido ya los médicos y yo mismo, en esta situación extrema siento un consuelo que no puedo evitar una vez más agradecerle con toda la sinceridad de un hombre agonizante, y al mismo tiempo le ofrezco una respetuosa despedida.

“Gracias a Dios, mi mente está tranquila y mi razón serena; pero mi carrera como autor ha finalizado. Mi debilidad física no encuentra ninguna virtud balsámica en una pluma; de lo contrario, habría escrito una cosa más: una advertencia contra un mal, o el peligro de éste, planteándola desde un movimiento literario en el cual he tenido alguna participación; el peligro de una humanidad desigual, opuesta a aquella compasión católica y Shakesperiana que sentía tanto hacia el rey como hacia el campesino, estimando debidamente las tentaciones morales de ambas condiciones. Ciertas clases en los polos de sociedad ya están demasiado divididas. Debería ser el deber de nuestros escritores reunirlos a ambos por medio de una atracción bondadosa, no agravar la repulsión existente y ensanchar el abismo moral entre los ricos y los pobres: odio en un lado y miedo en el otro. Pero yo ya estoy demasiado débil para esta tarea, la última que me había propuesto. Es la muerte la que paraliza mi pluma, ya ve, y no mi pensión. ¡Que Dios le bendiga, señor, y que prosperen todas sus medidas para el beneficio de mi amado país!

Uno de sus últimos actos fue obtener copias de su retrato, recientemente grabado, y enviar una a cada uno de sus amigos más estimados, acompañada de alguna frase de recuerdos afectuosos. La que nos envió a nosotros, la he grabado a la cabeza de esta memoria.

Su hija me escribe estas palabras sobre su última hora en la tierra: “¡Aquellos que le sermonearon sobre sus salidas alegres y su inocente diversión deberían haber estado presentes en su lecho de muerte, para ver como moría el corazón más tierno y afectuoso del mundo!”. “Sintiendo que se moría, él nos reunió a su alrededor (a mi madre, a mi hermano pequeño y a mí) para darnos con cariño y ternura su último beso y bendición; y estrechando suavemente la mano de mi madre, dijo: ‘Recuerda, Jane, los perdono a todos, ¡a todos!’ Estuvo tumbado durante un tiempo tranquilo y en silencio, pero respirando despacio y con dificultad; y mi madre, [144/145] inclinándose sobre él, oyó que murmuraba débilmente: ‘¡Oh Señor, dices, Levántate, toma tu cruz y sígueme!’”

La tumba de Thomas Hood. Haga clic en la imagen para agradarla.

Murió en Devonshire Lodge, en New Finchley Road. De aquella casa obtuvimos un dibujo, que he grabado.

Hood dejó un hijo y una hija.

La genialidad a menudo no es hereditaria. No hay sino unos pocos nombres inmortales cuya gloria ha“continuado”. Es gratificante saber que la semilla plantada por Thomas Hood y su estimada esposa ha dado fruto a su debido tiempo. La hija (Fanny) se casó con un buen clérigo en Somersetshire y, aunque ahora está viuda, es la feliz madre de sus hijos (una de las cuales, por cierto, es nuestra ahijada). Ella es la autora de muchas obras de valor, la mayoría de ellas diseñadas especialmente para los jóvenes. El nombre de “Fanny Broderip” ya ha sido laureado en las letras. No hace falta ni mencionar al hijo (otro “Tom”), que ha añadido prestigio a su ya venerado nombre y ha escrito mucho, de lo cual su ilustre padre podría haberse sentido orgulloso. Ellos han tenido un cometido sagrado, y hasta ahora lo han cumplido noblemente. [145/146]

¡Ay! Desde que esta Memoria fue publicada por primera vez, el hijo, “Tom Hood el joven”, también ha retornado a la tierra, muriendo en la flor de la vida.

"The thoughts of gratitude shall fall like dew
Upon thy grave, good creature!"

Tom se parecía mucho a su padre en lo que se refiere a su forma de pensar; delicado y cordial, si se me permiten los términos. Su ingenio también era calmado, no ostentoso; no era el tipo de persona que hacía reír a carcajadas a toda una mesa. En mi opinión, tenía una lucha severa con la vida, una batalla en la que en efecto fue derrotado. Yo sabía poco de él hacia el final de su carrera, un tanto breve; parecía inmerso en un trabajo imprescindible para satisfacer las necesidades presentes, puede que acuciantes, y no se dieron las circunstancias apropiadas que podrían haberle llevado a una posición mucho más alta que la que estuvo destinado a ocupar. Tom tenía una ventaja que su padre no había tenido: su aspecto personal decía mucho en su favor. Era atractivo: el perfil de su cara era singularmente hermoso, los rasgos regulares y la expresión indicaba la naturaleza amable del hombre, mientras que su figura era alta, erguida y con cierta gracia natural.

En esta Memoria de Thomas Hood he impreso su última carta y he citado sus últimas palabras, que son tales que deberían alzarle, según el juicio de todos los lectores, aún más alto de lo que ya está. El mundo y la Humanidad le deben mucho; quién no exclamaría, tomando prestadas las palabras de otro poeta:

“¡Los pensamientos de gratitud caerán como el rocí

Sobre tu tumba, buena criatura!”

“The thoughts of gratitude shall fall like dew

Upon thy grave, good creature!”


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Modificado por última vez el 30 de octubre 2006; traducido diciembre 2009